Columna #LaAgendaDeLasMujeres
Por: Mónica Mendoza Madrigal
Para las mujeres ningún espacio es seguro para protegernos de las violencias que recibimos. Ni la calle, ni el trabajo, ni el hogar lo son. Tampoco el espacio virtual.
De acuerdo con el Módulo sobre Ciberacoso (MOCIBA) que es parte de la Encuesta Nacional sobre Disponibilidad y Uso de las Tecnologías de la Información y Comunicación en los Hogares (ENDUTIH) 2017, una de cada cuatro personas fue víctima de ciberacoso en México, siendo las mujeres las más expuestas en entidades como Veracruz y Aguascalientes.
Y en el 2020, el año de la pandemia, las cifras de todas las formas de violencia contra las mujeres, incluyendo la digital, se han incrementado en grado superlativo por el confinamiento y por los usos que se dan a la tecnología, así como por el aumento de las dificultades para proceder ante estas conductas que terminaron encontrando en la cuarentena prolongada una coartada perfecta para esconder sus acciones en la impunidad.
Los esfuerzos que se han realizado para legislar en este ámbito específico de la interacción humana son numerosos y de larga data, pero comenzaron a rendir frutos a partir de 2012 cuando se aprobaron modificaciones legales en Sinaloa gracias a la reforma al Código Penal por la que se sanciona la Violación de la Intimidad Personal y Familiar.
A partir de ello sobrevinieron una serie de reformas legales impulsadas por el Frente Nacional por la Sororidad que conformó Olimpia Coral Melo y que bajo el nombre de “Ley Olimpia”, incluye una serie de leyes que tratan de regular la difusión no consentida de material íntimo, el reconocimiento de la violencia digital y el ciberacoso, considerando el espectro que va desde la producción del material, hasta su almacenamiento y difusión.
Hoy que la “Ley Olimpia” es una realidad en la gran mayoría de los estados y que ha sido aprobada también por el Senado de la República, es posible reconocerle su gran aporte por nombrar una forma de violencia antes invisible y a partir de lo cual se han establecido sanciones para un delito, requiriendo la conformación de instancias especializadas a las que les corresponde recibir las denuncias, investigar los hechos y emitir las sanciones respectivas.
Sin embargo, diversas voces se preguntan si buscar penalizar ante un sistema de justicia que ha evidenciado su tendencia a perpetuar la impunidad, es lo más adecuado ante una problemática tan grave como la que representa el universo de violencias cometidas en el ámbito digital. Y es que como lo señala la organización Artículo 19 (en su Carta Técnica sobre la Penalización y Difusión sin Consentimiento de Imágenes de Contenido Sexual en México) la impunidad en delitos generales en el país es del 99.3 por ciento.
La base para la realización de esta columna surge a partir del análisis de la investigación que realizó la organización civil “Luchadoras” presentada en la mesa que sobre este tema convocó la Red de organizaciones “Nosotras Tenemos Otros Datos” y que difunde en su propia página mediante el informe denominado “Justicia en Trámite”, en el cual brindan una clara dimensión de la problemática en esta materia: en los últimos tres años se abrieron dos mil 143 carpetas de investigación en las cuales 84.46 por ciento de las víctimas son mujeres. De ese total, 83 por ciento de las carpetas siguen en trámite y ellas solo registran en su estudio, que concluye en el primer trimestre de este año, una sentencia condenatoria por un caso de “sexting”.
Ese resultado habla en sí mismo de la dificultad que entraña esta realidad. Mientras que por un lado las activistas difundimos que hay que interponer denuncias por violencia digital, las instancias investigadoras se encuentran rebasadas por una circunstancia que ya hemos venido señalando, pues se vive también en las investigaciones de las otras violencias contra mujeres: hay un exceso irracional de casos turnados, son pocas las fiscalías especializadas existentes y es poco y mal pagado el personal que está a cargo, sin contar –claro– la falta de perspectiva de género entre el personal juzgador y la corrupción que vicia todo el sistema de procuración de justicia.
Pero además de ello, en el caso específico de la investigación de la violencia digital estamos hablando de que ha sido necesario conformar policías cibernéticas que para poder proceder, deben contar con equipamiento especializado para estar en condiciones de dar la batalla en contra de delincuentes que operan con tecnología de punta y que utilizan en su favor navegadores ocultos con servidores ubicados en otros países, lo que dificulta severamente proceder en su contra.
No se trata de cuestionar el punitivismo, sino de entender que con tipificar este delito no es suficiente. Por ello es indispensable centrar la atención en las agraviadas, preguntándonos, ¿quién repara el daño de las víctimas, cuya intimidad fue expuesta sin consentimiento?
Y es que el nivel de revictimización en esta forma específica de violencia es muy elevado, porque además de que el material íntimo puede llegar a compartirse en un número indeterminado de ocasiones, cuando se inicia el proceso posterior a la denuncia es la propia víctima la que debe aportar todas pruebas para que el caso sea investigado. Toda la evidencia recae en ellas.
Por eso, expertas como las integrantes de la Coalición “Internet es Nuestra” consideran que hay otras medidas de reparación del daño, como las de rehabilitación, de compensación, de daño emergente, de lucro cesante, de no repetición.
Sin embargo existen otras aristas que también deben ser involucradas en forma más activa ante este fenómeno. Los controles éticos de las plataformas que responden a un patrón de consumo, lo que nos da el pleno derecho a exigir elevar sus estándares y mecanismos de respuesta. Estas regulaciones deben venir de la mano de una alfabetización digital adquirida desde temprana edad y de una educación basada en derechos humanos que lleve a las personas, desde su infancia, a conocer y poner en práctica el respeto como un principio de vida.
Basta de compartir material privado sin asumir las consecuencias que ello representa, porque las miles de páginas que exhiben mayoritariamente mujeres -pero también hombres- captadas sin su consentimiento en situaciones cotidianas para las apetencias de otros, son la más clara evidencia de que nadie escapa del riesgo de ser utilizado como material sexual de consumo digital.