El textil y el texto

Juan Villoro

En diciembre de 2020 conversé con Irene Vallejo en un encuentro virtual organizado por la Fundación para las Letras Mexicanas. De manera sugerente, la filóloga aragonesa retomó un tema capital de su libro El infinito en un junco: la decisiva y sin embargo soslayada presencia de las mujeres en la escritura.

Se suele pasar por alto que el primer texto firmado se debe a una mujer: Enheduanna, sacerdotisa acadia que vivió hace 4,300 años y compuso himnos inspirada por la diosa Inanna. Su ejercicio literario es inseparable del cuerpo de la mujer, pues asocia la creación con la procreación: un alumbramiento de las ideas, un “dar a luz”.

Vallejo citó otros ejemplos de escritoras que marcaron a una sociedad tan misógina como la de la Grecia clásica: la poetisa Safo o Aspasia, escritora fantasma de los discursos de su marido, el célebre orador Pericles.

Aunque la aportación de las mujeres ha sido relegada, cuando no silenciada por completo, un remanente indestructible de ese legado perdura entre nosotros. Mi hermana Carmen, que alterna la poesía con el psicoanálisis, escribió un hermoso ensayo con el título de “Había una voz”, que alude al inicio canónico de los cuentos de hadas (“había una vez…”), pero también, y de modo más significativo, a la primera persona que nos cuenta historias y nos permite asociarlas con el afecto. Esa voz suele ser la de la abuela o la madre, una mujer.

En los orígenes de las más diversas sociedades las mujeres narraban mientras cosían. Al contemplar los deslumbrantes textiles indígenas, fray Bernardino de Sahagún pide a sus lectores en español del siglo XVI: “Abre bien los ojos, ver cómo hacen delicada manera de texer y labrar, y de hacer pinturas en las telas”. El doble arte de tejer y contar era patrimonio femenino.

En su detallado estudio sobre la relación entre el hilado y los pueblos de Mesoamérica, María Oliva Méndez González, de la Universidad de Costa Rica, señala que el telar de cintura se relaciona simbólicamente con el parto. Como la poesía religiosa de Enheduanna, este oficio depende del cuerpo de la mujer. El telar se ata a un poste o a un “árbol madre” con una cuerda que alude al cordón umbilical.

De la Odisea a Las hilanderas de la luna, no han faltado personajes femeninos cuyo destino se define por el tejido. Penélope teje y desteje su tela en espera de Odiseo (o Ulises) y Ariadna le entrega un hilo a Teseo para que no pierda el rumbo en el laberinto donde habrá de matar al minotauro.

Los textiles integran un complejo código de significados. En sus hilos se anudan la memoria, la identidad, las costumbres, los gustos y las condiciones de vida de los pueblos. En el ensayo “El telar de cintura, inmanencia itinerante de la memoria”, Méndez González estudia los discursos de las telas. No es casual que en maya el huipil también sea llamado ilb’al, “manuscrito pictórico” o “instrumento para ver”.

En su condensación de significados, la vestimenta indígena es una narrativa en movimiento. Sus posibles mensajes desconcertaron a los conquistadores. En consecuencia, una de las primeras ordenanzas de la Colonia fue prohibir la técnica del brocado para obligar a la población indígena a vestirse con inocua sencillez.

Pero un hilo invisible unió para siempre a las mujeres con el idioma y con las destrezas que adquirieron mientras tejían. Los relatos orales se fraguaron no sólo para mitigar el esfuerzo del hilado, sino para imitarlo. La persona o las muchas personas que conocemos bajo el nombre de “Homero” era un rapsoda, es decir, un “tejedor”, alguien que enhebraba leyendas e historias populares.

Cuando la escritura se asentó, no pudo prescindir de los recursos aprendidos en la rueca. La literatura deriva de las enseñanzas de quienes transformaban una madeja en un dibujo colorido. La palabra “texto” proviene del latín textus, y textere quiere decir “tejer” o “trenzar”.

El texto es un tejido. Ahí encontramos el hilo del discurso, el nudo argumental, la urdimbre de la trama, los cabos que se atan, el enhebrado o bordado de adverbios y adjetivos, las retahílas, los enredos y, por supuesto, el desenlace.

Silenciadas o hechas a un lado como autoras, las mujeres definieron los usos del lenguaje literario. En todo texto se advierten las manos de sombra de las tejedoras que convirtieron los hilos en historias.