/Mónica Soto Icaza/
Se llamaba Gabriel Briones. Era un hombre alto, de pelo chino y anteojos de pasta. Llegó con un fólder lleno de hojas blancas escritas a máquina de escribir con la pulcritud de quienes han trabajado tanto un poema que la versión final es exacta, sin exabruptos ni florituras. Era el 2004. Yo tenía 24 años, vivía mis primeros meses como editora independiente de libros. Gabriel era un señor de casi 60, recién jubilado; había pasado las últimas tres décadas barriendo las calles de la Ciudad de México.
Gabriel estudió hasta secundaria en una escuela pública y aún siendo niño empezó a barrer. Y a leer. Y a escribir, hacía poemas para enamorar a sus compañeras de clase. Comenzó a formar una biblioteca de escritores latinoamericanos que llenaba su espíritu al volver a casa después de largas jornadas bajo el sol empuñando la escoba y jalando un tambo de metal por las calles. Nadie lo obligó. Fueron los propios libros y sus universos los que sedujeron a aquel adolescente que de adulto me ofreció invertir su jubilación íntegra en mi editorial independiente recién nacida para compartir su pasión por la lectura con los demás. No lo dejé dinamitar su capital en una empresa kamikaze como la mía, pero sí publiqué varios de sus textos en diversas antologías de autores mexicanos.
Porque sí, leer, antes que nada, es un placer. Llevo media vida dedicada a los libros desde sus múltiples procesos y puedo meter las manos al fuego por ellos: nunca he tenido noticia de un lector arrepentido, de nadie que haya dicho “a mí me fascinaba leer, pero me encontré con un libro malo y decidí dejarlo”. Una vez que eres su presa les perteneces para siempre.
Por eso las palabras de Marx Arriaga, Director General de Materiales Educativos de la SEP, ofendieron tanto. No dijo “leer por goce, acto de consumo capitalista”, aunque sí afirmó: “… creo que es evidente asumir al fomento a la lectura como uno de las habilidades básicas que cualquier normalista debe desarrollar. Siempre entendiendo que no se trata de leer por leer, sino asumiendo que el acto de lectura es un compromiso y genera un vínculo con el texto y el autor. En la medida que se asume este ejercicio como algo que fomenta las relaciones sociales y en donde no se trata de un acto individualista de goce, sino un análisis profundo sobre las semejanzas y diferencias con los demás y el entorno que rodea a las comunidades, se estará formando a sujetos críticos que busquen la emancipación de sus pueblos.” (Transcripción literal del Twitter de Marx Arriaga del 30 de julio de 2021).
No tengo nada en contra del señor Arriaga, leí íntegras las 15 cuartillas de su conferencia “Formación de docentes lectores en las escuelas Normales” y no creo que alguien preocupado por el fomento a la lectura pueda albergar malas intenciones hacia ella, pero sí tengo la convicción de que las palabras importan, y más cuando son dirigidas hacia aquellos que estarán en las aulas frente a miles de estudiantes durante la vida entera.
Según la última encuesta del INEGI en su Módulo de lectura (MOLEC), publicada en febrero de este año, el promedio de libros leídos por la población alfabeta mayor de 18 años en los 12 meses anteriores fue de 3.7 ejemplares. El principal motivo es fácil de adivinar: el entretenimiento (con 42.6% de las respuestas, contra el 25.1% de leer por trabajo y estudio). Además de que solo el 27% de la población escolar con nivel básico es lectora.
En ese contexto, ¿por qué intentar inocular culpa en los alumnos de las escuelas Normales, en vez de animarlos a ir en búsqueda de ese deleite para contagiarlo a sus futuros educandos? ¿Por qué suponer que imponerle a alguien las razones para leer puede ser una herramienta satisfactoria para transformar a otros en “sujetos críticos que busquen la emancipación de sus pueblos”, cuando de manera natural el cerebro lector desarrolla capacidad de análisis y empatía? ¿Por qué irse en contra del “acto individualista de goce” que crea más comunidad y ayuda a entender las múltiples realidades del mundo desde los autores, testigos y cronistas de cada tiempo, espacio y circunstancia? ¿Por qué atentar contra la libertad y la inteligencia de los estudiantes?
Por eso conocer historias como la de Gabriel es tan importante: un barrendero, poeta autodidacta, que publicó y se presentó en centros culturales y hasta en parques, y compartió los ejemplares de su biblioteca personal con quien estuviera dispuesto a aprender.
La autora es escritora y editora de libros.
@MonicaSotoIcaza