/ Denise Dresser/
En la física hay una transición repentina que lleva a la ebullición. El agua se calienta y se calienta, y parece que pasa muy poco. Pero de pronto, ocurren tremendos borbotones y la tetera no cesa de chillar. La transición acelerada puede ser inducida de dos maneras: jugar con la presión atmosférica -por ejemplo, el agua en la CDMX hierve antes que en la costa- o aplicar mucho más calor. Pero al parecer AMLO y su equipo de honradísimos no expertos se fueron de pinta el día que se dio este módulo de ciencia. Ante la aparente calma, no entienden lo cerca que México está de hervir. Y no comprenden los peligros del hervor.
En política, las ebulliciones pueden ser brutales para quienes las producen y las padecen. Durante décadas, Putin se volvió uno de los hombres más ricos y temidos del planeta. Armó su mito y se lo creyó, aplicando más y más calor, más y más presión. Atacó país tras país, dejando miles de muertos en Siria, Chechenia, Georgia, Crimea. Nada parecía detenerlo. Se metió hasta la cocina en el proceso electoral estadounidense. Gobernó rodeado de lacayos, calló toda disidencia, desacreditó toda opinión incómoda. Nadie le decía que no, nadie le decía la verdad. Incluso llegó a creer que las leyes de la física no se aplicarían en su vecindario. Hasta que el agua hirvió, la tetera explotó y en semanas deshizo su país.
En México, esta transición de todopoderoso a vilipendiado es un fenómeno muy común, recordado dolorosamente por los sobrevivientes de cada crisis de fin de sexenio. La caída del pedestal, llevándose entre las patas a la población, era lo que le pasaba a México cada vez que gobernaban “grillos” priistas. Colapso tras colapso, inducido por quienes controlaban la estufa y que -al hacerlo mal- desaparecían los ahorros y la seguridad de millones. Tantos que ensalzaron y encumbraron a Echeverría, para hacerle creer que era el primer Presidente inmune a la ley de la física, hasta que llegó un punto de ebullición y el peso estalló. El aparentemente invencible López Portillo acabó solo y quebrado, deshecho por las tentaciones de políticos como los Hank González, y los excesos de su mujer e hijo, “el orgullo de mi nepotismo”. Bartlett le tumbó el sistema a Miguel de la Madrid. Salinas provocó la crisis de 1994, junto a un equipo de Destruction AllStars, y algunos hermanos incómodos. Peña Nieto nunca pudo controlar la rapacidad de sus contratistas, ni de sus subordinados, ni de su partido. Así nos fue. Y cada uno de estos presidentes -en su momento- fue más popular y más poderoso que López Obrador.
Al parecer AMLO, su equipo y sus familiares también creen que las leyes de la física y las lecciones de la historia no aplican para ellos. Creen que jamás se disipará el poder presidencial y que nunca llegarán las cuentas pendientes, cuando ya nadie los procure. En medio de una sucesión adelantada, los caníbales ya andan sueltos y se dan de dentelladas. Las batallas semanales trasminan el poder y la legitimidad del Presidente, al grado que ya ni siquiera puede tomar partido en la masacre Scherer-Gertz. Y en vez de limpiar la estufa cuando todavía tiene algo de poder, AMLO se dobla cada vez más ante las demandas caseras, sean por parte de su esposa, o sus hijos, o sus socios, o las Fuerzas Armadas. Y al sentirse acorralado, recurre entonces al tradicional recurso de fin de sexenio. La culpa la tienen los capitalistas, los banqueros, las élites, los sacadólares, los conservadores, la nomenclatura opuesta al cambio, los pseudoambientalistas y sobre todo los pérfidos extranjeros. Habría que recordarle que la estrategia del dedo flamígero a sus antecesores priistas tampoco les funcionó.
Es evidente que el Presidente está perdiendo el control del trayecto final. De la narrativa, de la economía, de los asesinatos cada vez más públicos, de las microcorruptelas entre políticos y familiares, de los macronegocios entre militares y narcotraficantes. En el gobierno de un solo hombre nada más hay un responsable: él. AMLO insiste en señalar a otros, pero sigue dándole vuelta a la manija de la estufa, incrementando la lumbre. Ya vimos esta película. Sabemos cómo acaba. Con la tetera destrozada y un chef calcinado porque no quiso bajar la temperatura o reducir la presión. Prefirió ratificar su mandato en vez de componerlo. Prefirió regodearse en la imagen de sí mismo, en plena ebullición.