*Mis proyecciones en el espejo.
/ Por: Paula Roca /
¿Cuántas veces te has sentido incomprendido?
La historia de Gaspar es, en esencia, la de todos nosotros, de quienes nacemos llenos de sueños y una chispa interna que hace latir el corazón con fuerza. Pero con el tiempo, a medida que avanzamos en la vida, Se va extinguiendo, nos vamos cubriendo de creencias limitantes y expectativas ajenas. El “deber ser” empieza a pesar más que el “querer ser”, y esa llama que ardía con libertad empieza a apagarse, por el eco de esas voces que nos dicen qué es lo correcto, qué es lo adecuado.
Gaspar fue fiel a esas voces, acallando su propio instinto y dejando de escuchar al niño que una vez fue.
Cumplió cada norma, siguió cada consejo, intentando ser la persona perfecta, aquella que los demás esperaban. Hasta que un día, la monotonía cotidiana lo alcanzó y frustró, pero en ese momento fue un despertar espiritual en el que sintió un llamado silencioso, que le pedía ver hacia adentro, redescubrir su esencia y, por primera vez, se escuchó.
Esta es su historia, espero que, la proyección de Gaspar, te sirva y te encuentres a ti mismo, en ese anhelo por liberarte y vivir desde el corazón, aquí se las cuento:
Gaspar despierta antes de que suene el despertador, pero se queda en cama esos minutos pensando en todas las obligaciones y deberes que le esperan en su trabajo, las mismas de siempre. Su cuarto es pequeño, no necesita más. Una ventana de tamaño mediano con persianas económicas tapa la luz cuando el sol empieza a asomarse cada mañana. Para Gaspar, el amanecer es un evento rutinario; no se asoma al cielo para apreciarlo. Para él, es solo un recordatorio de que el día ha comenzado.
Cuando suena el despertador, las pantuflas están en el lugar preciso junto a su cama, listas para acompañarlo al baño, donde tiene todo dispuesto para bañarse, rasurarse y peinarse. Al salir, su traje y zapatos boleados esperan en el perchero oscuro. Antes de salir, revisa el compartimento secreto en su armario de nogal, donde guarda sus ahorros, una rutina diaria que le proporciona una sensación de seguridad.
Cierra los tres cerrojos de su puerta, desciende las escaleras con el tiempo justo, saludando a la esposa del portero con un gesto cortés, casi robótico. En su mente, se pregunta por qué ella siempre sonríe. “No entiendo su sonrisa a diario, como si fuera feliz”, piensa. Recorre dos calles hasta la parada del autobús, cuidando de que nadie lo toque; el contacto físico lo pone nervioso. Llega a su oficina una hora antes, como siempre, y prepara el café con las medidas precisas para sus compañeros.
Su vida transcurre entre la rutina y el orden, pero hay una sensación de vacío que no puede ignorar, una que siempre aflora cuando se permite unos minutos de silencio. Durante esos instantes, su mente regresa a su infancia, a una época en la que el caos reinaba en su hogar. Recuerda a su madre, esforzándose por mantener una apariencia de normalidad en medio de un hogar desmoronado, y a su padre, ausente y distante, cuya partida definitiva dejó a la familia con un vacío insondable. En aquellos años, Gaspar encontró en la disciplina su refugio, ordenando sus juguetes y clasificando sus libros, convencido de que, si mantenía todo en su lugar, podría controlar la incertidumbre que lo rodeaba.
Ahora, a sus 40 años, ese hábito de control se ha convertido en la esencia de su vida. A veces, sin embargo, ocurren pequeños sucesos que lo sacan de su rutina. Un día, olvidó colocar sus pantuflas junto a la cama. Aunque la desorganización le generó incomodidad, no las arregló de inmediato. Al despertar, sintió una mezcla de desagrado y curiosidad al verlas fuera de lugar. Eran momentos ínfimos, pero dejaban una huella, una sensación de que había algo más allá del orden que tanto valoraba.
Una tarde de junio, una tormenta inesperada cambió el curso de su rutina. Había olvidado llevar su paraguas, y se encontró buscando refugio en un café cercano, un lugar que jamás había visitado a pesar de pasar frente a él todos los días. Se sentó junto a la ventana, pidiendo un café sencillo, y observó la lluvia torrencial que golpeaba el pavimento. Vio a personas corriendo, algunas riendo, otras empapadas, pero sonrientes. Desde su mesa, una pareja se besaba bajo la lluvia, sin preocuparse por mojarse.
Gaspar se sorprendió sonriendo, aunque apenas levantó las comisuras de sus labios. Era una sonrisa tenue, casi involuntaria, que lo incomodaba tanto como lo intrigaba. Por un momento, pensó en salir y dejar que la lluvia lo mojara, pero desechó la idea rápidamente. Se quedó allí, mirando la escena a través del cristal, preguntándose por qué aquellas personas parecían disfrutar de lo que para él era un inconveniente.
Esa noche, los sueños volvieron con más fuerza. Se vio a sí mismo de niño, sentado en un columpio, con el cielo iluminado por un sol que lo obligaba a cerrar los ojos. Sentía el viento en el rostro, su risa escapando sin esfuerzo. Era una risa que no reconocía en su vida adulta, que lo perturbaba y lo hacía despertar de madrugada, con el eco de su propia voz infantil resonando en su mente. Al incorporarse en la cama, vio las pantuflas aún desordenadas junto a la silla. Un gesto insignificante, pero que le recordó la sensación de libertad que había sentido en aquel sueño.
Gaspar continuó su vida, ajustando cada detalle de su rutina, pero algo había cambiado. En sus trayectos al trabajo, cuando pasaba junto al parque donde los niños jugaban, a veces se detenía unos segundos, observándolos desde la distancia. Recordaba la sensación del viento y el calor del sol, el mismo que ahora apenas notaba cuando se asomaba por la ventana de su apartamento. Seguía sin desordenar su escritorio, seguía evitando la cercanía de sus compañeros de trabajo, pero aquellos pequeños momentos de desvío, estos acontecimientos, se repetían cada vez con mayor frecuencia.
Empezó a preguntarse si había algo que se estaba perdiendo al mantener su vida en un orden tan riguroso. ¿Por qué sentía que todo lo que hacía bien no era suficiente para llenarlo? ¿Por qué, a pesar de que sus días transcurrían sin contratiempos, el vacío seguía creciendo dentro de él?
Una noche, mientras se acomodaba en la cama, pensó en ese niño del columpio, en su risa, y en lo que significaba esa libertad que él mismo había dejado atrás. Cerró los ojos, y por un instante, se permitió imaginar una vida distinta, una en la que tal vez, solo tal vez, la imperfección no fuera un enemigo, sino una oportunidad de sentir algo más allá de la tranquilidad.
Gaspar no cambió de inmediato, pero el eco de aquel niño, la sensación de la lluvia, y la sonrisa involuntaria que había esbozado en el café, se convirtieron en un murmullo constante en su mente. Empezó a pensar que tal vez, después de todo, la vida podría sorprenderlo si se atrevía a salir del camino trazado. Y mientras cerraba los ojos, por primera vez en mucho tiempo, se permitió soñar con la posibilidad de soltarse, aunque fuera solo un poco, de todos los grilletes que él mismo había puesto a su alrededor.
Al amanecer, decidió llenar su alma. Levantó el auricular del teléfono y, con el corazón latiendo fuerte, realizó una llamada que había anhelado, aunque su razón siempre se lo impidiera.
Miró hacia el armario, donde guardaba sus ahorros, y abrió un cajón repleto de ropa que nunca había usado, ropa de playa. Con una sonrisa nostálgica, pensó: “Es momento de encerrar en este cajón desordenado a quien ya no quiero ser”.
Tras esa llamada, tomó un taxi al aeropuerto, escuchando el eco de aquel niño interior que, con tanta fuerza, le pedía instantes de libertad: momentos para sentir la lluvia, disfrutar el aroma de un café por la mañana sin prisas, y si llovía, abrazar esa lluvia sin pensar en nada más.
A lo lejos, por la ventana del coche, se dibujaba la silueta del inmenso aeropuerto de su ciudad y en su mente, solo resonaban estas palabras: “Por fin soy lo que quiero”.
Dedicado a mi padre, que un día dejó el “deber ser” y lo cambió por el “querer ser”, y decidió escaparse para cruzar el océano en un enorme barco, solo para disfrutar la vida…