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Más militarización, más violencia .

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/ Escrito por Lucía Melgar Palacios /

Como si no bastara con la demolición del Poder Judicial Federal y la demostración de fuerza bruta del régimen el 11 de septiembre, la mayoría oficialista en la Cámara de Diputados aprobó ayer, jueves 19, la iniciativa que formaliza la transferencia del mando y administración de la Guardia Nacional a la SEDENA y además le otorga a esa corporación fuero y facultades de investigación que no corresponden a la disciplina militar.

No importa si la devastación de poblados enteros en Chiapas y la imposición de un virtual estado de sitio en Culiacán por el crimen organizado demuestran en toda su obscuridad el fracaso de la vía militarista. La autocracia en el poder requiere del apoyo de las Fuerzas Armadas para consolidarse (y vice versa).

No se trata pues ni de un capricho más ni de un mero trámite. Al institucionalizar una política que, contra la Constitución misma, dejará la seguridad pública en manos militares, la diputación oficialista ha confirmado su desprecio por la legalidad y el sufrimiento social.

En este contexto y a la luz de la próxima discusión (si así puede llamarse) de esta iniciativa en el Senado, sería fundamental que las y los senadores revisaran las investigaciones que, desde el inicio de la mal llamada “guerra contra el narco” hasta este sexenio, han demostrado los fracasos y costos de la militarización, la falta de capacitación y coordinación de las fuerzas armadas reorientadas a funciones de seguridad pública, y la impunidad que ha cobijado la colusión de agentes del Estado y criminales, desde los años 90 por lo menos hasta este sexenio.

Entre estos trabajos, el libro Permiso para matar (2024), publicado por Paris Martínez, Daniel Moreno y Jacobo Dayán, examina un significativo conjunto de crímenes cometidos por agentes estatales contra la población civil entre 2007 y 2022.

A partir de investigación periodística y académica, testimonios y diversos documentos oficiales, los autores se centran en 6 mil supuestos “enfrentamientos” entre agentes estatales y “criminales” que revelan un patrón sistemático de criminalización de población civil inocente, detenida y perseguida para justificar el uso indiscriminado de la fuerza, la militarización de la seguridad, o para exhibir falsos éxitos, producto de montajes y noticias falsas y falsificadas.

Lo que se descubre detrás de esta ficción securitista, es el horror y dolor que han padecido innumerables familias y comunidades a manos de policías estatales y federales, integrantes del  Ejército, la Marina y la Guardia Nacional, perpetradores de “crímenes de guerra”.

Para quienes prefieren la retórica engañosa y triunfalista, acusar de crímenes de guerra o de lesa humanidad a agentes del (des)orden pasados y presentes es “una exageración” o un “invento mediático”.

No obstante, negar que grandes regiones del país están desgarradas por un conflicto interno armado, cuya víctima principal es la sociedad civil, atacada impunemente por hombres armados con y sin uniforme oficial, puede servir al afán autocrático y militarista del actual grupo en el poder, pero no a las víctimas de las violencias criminal y estatal, ni a quienes se solidarizan con ellas en su búsqueda de justicia y verdad.

Como nos recuerda esta investigación, en el supuesto combate contra el crimen organizado se han repetido patrones de criminalización de personas inocentes, en particular de jóvenes, para “justificar” asesinatos y ejecuciones arbitrarias, desapariciones, torturas, y otras graves violaciones de derechos humanos, que degradan la legalidad y la convivencia social.

Como ha sucedido con otros abusos del Estado, sus agentes “olvidan” convenientemente que incluso los criminales tienen derechos humanos y que en cualquier detención debe prevalecer la presunción de inocencia.

Esta investigación también debería alertar a quienes se dicen feministas o han construido su carrera política con una retórica “a favor de las mujeres”.

En efecto, con claridad estremecedora, los autores documentan cómo la violencia institucional favorece la violencia machista privada, cristalizada en raptos, feminicidios y desapariciones de mujeres por sus parejas u hombres conocidos, cobijados por la impunidad que, absurdamente, les otorga su cargo oficial.

También exponen que, en casos de crímenes contra mujeres cometidos por agentes del Estado, estos están coludidos con el crimen organizado en un porcentaje mayor que cuando las víctimas son hombres. Muchas de esas mujeres dejan hijas e hijos huérfanos que en algunos casos incluso han sido testigos de esas muertes o ataques atroces.

Reproducir y ampliar esta apuesta por la vía militarista para (no) combatir al crimen organizado, como lo hemos visto en las últimas semanas en Chiapas y Sinaloa, traerá más devastación, dolor e indefensión a millones de inocentes y acabará de desfondar los horizontes democráticos.

Este nuevo fracaso anunciado se añade al caos que provocará la reforma judicial en el sistema de justicia. Lejos de reconsiderar lo que significan estos embates a la legalidad, quienes dicen representar “la voluntad del Pueblo” han desoído y desoyen sistemáticamente las voces de las víctimas y familiares de víctimas que demandan y anhelan un poco de justicia y paz.

El oficialismo en el Senado está aún a tiempo de cuestionarse si sus ansias de poder y sus inclinaciones cortesanas estarán de nuevo por encima del “bienestar del Pueblo” que tanto pregonan y tanto han ya obliterado.

 

Cimac Noticias.com

 

 

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