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Por: Zaira Rosas
¿Dónde estabas el 26 de septiembre de 2014? Esa noche marcó la historia de México, pero sobre todo cambió la vida de 43 familias que aún siguen sin tener claridad respecto a lo que pasó con sus hijos. Para quienes vivimos las narrativas de búsqueda, las hipótesis y las acusaciones del mismo gobierno, lo ocurrido será siempre parte de nuestra memoria. Sin embargo 11 años después sé que hay generaciones enteras que no alcanzan a vislumbrar la narrativa y hemos de recordar que nos faltan 43 para que deje de incrementar la lista de personas desaparecidas, como ha pasado año con año.
La tragedia de Ayotzinapa se gestó en la violencia y la impunidad. Aquella noche, estudiantes de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” fueron atacados en Iguala, Guerrero, en una acción donde se combinaron fuerzas de seguridad, crimen organizado y un aparato estatal incapaz de protegerlos. El resultado: 43 jóvenes arrancados de su entorno sin que hasta la fecha sepamos con certeza qué ocurrió con ellos. El caso dejó al descubierto no sólo la colusión entre instituciones y criminales, sino también la fragilidad de un país donde la justicia parece inalcanzable.
Hoy, 11 años después, las familias de los normalistas no cesan en su búsqueda. Cada aniversario, cada protesta, cada consigna es un recordatorio de que el dolor sigue vivo. Madres y padres han tenido que cargar con la doble herida: la desaparición de sus hijos y la revictimización constante a manos de autoridades que en lugar de dar respuestas, han sembrado dudas y sospechas. En este caminar, han resistido al desgaste físico y emocional, porque la ausencia de sus hijos se convirtió en una lucha colectiva por la verdad.
Uno de los puntos más dolorosos que enfrentan quienes buscan a sus seres queridos es la estigmatización. Se les quiere borrar como estudiantes y como jóvenes con sueños para transformarlos en “delincuentes”. Es una estrategia cruel que busca justificar la desaparición, que pretende desdibujar su identidad y hacerlos invisibles. Pero las familias de Ayotzinapa no lo permiten: nombran a sus hijos, cuentan quiénes eran, qué soñaban, qué futuro buscaban. Hacen de la memoria un acto de resistencia frente al olvido y la indiferencia.
México enfrenta hoy más de 110 mil personas desaparecidas registradas oficialmente, lo que coloca al caso Ayotzinapa como un símbolo dentro de una crisis mucho más amplia. Ante esta realidad, distintos colectivos en el país han creado formas creativas y poderosas de preservar la memoria: bordados con los nombres de los ausentes, murales comunitarios, fotografías que viajan en marchas y altares que iluminan plazas públicas. Cada acción, desde las búsquedas en fosas hasta las jornadas culturales, reafirma que la memoria es también un espacio de lucha política y social. La exigencia de justicia no se limita a la denuncia, también se transforma en arte, en canto, en performance y en la construcción de redes solidarias que sostienen a las familias.
La memoria, entonces, es una forma de lucha. Hablar de Ayotzinapa hoy es hablar de miles de familias en México que siguen buscando a sus desaparecidos. Es un compromiso colectivo para que las nuevas generaciones sepan que hay 43 estudiantes que aún faltan, que sus nombres no deben borrarse y que la exigencia por justicia sigue vigente. Porque mientras no se sepa dónde están, mientras no exista verdad ni castigo para los responsables, no podremos decir que México ha cumplido con su deuda.
Recordarlos es un deber ético y humano. No podemos permitir que su ausencia se normalice ni que la impunidad se herede. Once años después, Ayotzinapa sigue siendo un llamado a no olvidar y es también un llamado urgente de empatía, pues si fueras tú o si fuese yo, ¿quién nos buscaría? ¿Cómo nos recordarían? Que estos 11 años sirvan para hacer eco de la necesidad de verdad, nos siguen faltando 43.
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