Sin tacto.
Por Sergio González Levet
Yo no sé a qué se deba, pero el primer día en cada etapa de las aplicaciones de la vacuna contra la Covid-19 siempre hay largas colas, desorganización, multitudes que se apilan.
El segundo día y los demás de cada fase, sin embargo, han sido ordenados, eficientes, rápidos.
A mí, por ejemplo, me tocó ir en un segundo día, ayer, y despaché el asunto en unos pocos segundos menos de los 25 minutos (para esta vez sólo nos hicieron esperar 15 minutos en recuperación).
Llegué como cualquier otro ciudadano con la edad necesaria, entré de inmediato, me sentaron en una silla, me hicieron la ficha de vacunación con mis datos personales, me tomaron la temperatura (36.4) y el oxígeno en la sangre (96 %) y un doctor se acercó a preguntarme si padecía diabetes, hipertensión, o si era alérgico a algo (yo estuve a punto de decirle que a las faltas de ortografía y a, con perdón de la palabra, los pendejos, pero me di la oportunidad de quedarme callado, cosa que no hacen muchas de nuestras autoridades)..
Una vez que sorteé esos trámites, lo que no nos llevó ni cinco minutos, me pasaron a ponerme la vacuna. Era una mesa con una hielera, un juego de jeringas nuevas y un doctor también nuevo -lo digo porque me dolió el pinchazo que me puso, lo que puede ser signo de inexperiencia). Estaba una enfermera, quien terminó de llenar mi boleta con el tipo de vacuna que me habían puesto (Pfizer), el lote al que correspondía, y la hora y fecha de la aplicación.
Salí contento por la diligencia de quienes llevan el proceso, que me evitó esperas y molestias.
Pero salí además con una sensación de ligereza, y no es para menos…
Y sí, se me había quitado de encima la loza del temor soterrado que me produjo por más de un año la amenaza latente y terrible del coronavirus.
La pandemia nos quitó el mundo en el que los habitantes de este planeta habíamos vivido más o menos bien.
Cambió la forma de entretenernos, desapareció el contacto social (para nosotros, que como especie somos excesivamente gregarios), murió la economía, quedamos condenados a la jaula de oro del hogar, que no por eso deja de ser prisión, según descubrió a su tiempo don Cuco Sánchez.
Pero después de la segunda aplicación algo cambia en nuestro interior. El miedo se va, la esperanza renace (será la garra suave) y sin querer empieza a verse la realidad de otra manera: con menos grises y más colores, cálida y no helada, vivificante y no mortal.
Hoy ya estoy vacunado y espero que lo más pronto posible lo estén todos mis compatriotas y todos los seres humanos.
Y hoy algo se construyó dentro de mí, dentro de mí…
Parece que la vida vuelve a ser posible, justa y feliz.
¿Gusta?
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