Por Beatriz Pagés
Estos han sido los siete meses más largos en la historia de México. Pese a la sonrisa sardónica de cada “mañanera” con la que Andrés Manuel López Obrador repite una y otra vez que “todo va muy bien”, el deterioro nacional parece imparable. Si el país fuera un hombre o una mujer, podríamos decir que envejeció de pronto cien años.
El estado de ánimo de los mexicanos, incluso de los que votaron por la 4T, ha pasado rápidamente de la esperanza a la agonía.
Nunca antes la sociedad había experimentado como hoy la angustia, incertidumbre, confusión y miedo que hoy siente ante un gobierno impredecible, caprichoso y arbitrario que abusa del poder.
El “yo tengo otros datos” para ocultar o negar la realidad, incluso para burlarse de la inteligencia de los mexicanos, entra en permanente contradicción con los indicadores nacionales e internacionales de los organismos financieros más acreditados, cuya advertencia es cada vez más clara y urgente: México está a punto de precipitarse por el tobogán de la recesión.
La “austeridad republicana” no es más que un despojo a la nación. Es una forma de asaltar todos los días a millones de mexicanos que se quedan sin empleo, salud, educación y calidad de vida.
La “austeridad franciscana” no es otra cosa más que un subterfugio para esconder el desvío de recursos hacia un proyecto político-electoral destinado al control, perpetuación y constante legitimación del poder.
“No crean que tiene mucha ciencia gobernar”, dijo el oráculo en Ecatepec, Estado de México. Frase salida de lo más profundo de la soberbia, de un ego inmenso y omnipotente que solo acepta la unanimidad y se niega a aceptar la complejidad democrática.
“Eso de que la política es el arte y la ciencia de gobernar no es tan apegado a la verdad”. Cierto, la política no es un arte en la visión de un autócrata que no escucha a nadie, que sin engaño mandó al diablo –desde hace tiempo– las instituciones, que recurre a la mofa para minimizar y despreciar lo que estorba a su mando unipersonal.
A propósito del balance sietemesino, en que la criatura ya tiene rasgos mal formantes, Ricardo Monreal, coordinador de los senadores de Morena, dijo que veía a un presidente muy activo, sin descanso, pero sin gabinete.
Monreal trató, al parecer, de recomendar cambios en el equipo presidencial, pero la tragedia no solo estriba en la ineptitud e inexperiencia de la mayoría de los funcionarios, sino en la incapacidad del presidente para asimilar otras opiniones. En esta ocasión, más que soledad, hay un autismo dogmático en Palacio.
En este caso, la lógica se rompe. Aun y cuando fueran invitados a formar parte del gobierno genios y talentos universales, a los más destacados premios Nobel, López Obrador seguiría escuchando solo y únicamente a López Obrador.
Dice Monreal que el gobierno debe mejorar la relación con los medios, los inversionistas y empresarios. La sugerencia del senador no puede ser más sabia desde la política –como ciencia y como arte–, sin embargo, eso parece imposible cuando lo que impera, casi como dogma de gobierno, es el odio a México.
En la historia del país ha habido todo tipo de presidentes, desde grandes estadistas hasta oportunistas y vende patrias. Pero nunca habíamos sido gobernados por alguien con tanto odio y rencor acumulado.
Una pulsión, una fuerza destructiva y autodestructiva, de origen inexplicable, tan profunda y arraigada que tiene como víctimas a 126 millones de mexicanos.
Han transcurrido apenas siete meses, faltan mil 980 días para que termine el sexenio y el águila y la serpiente ya están en agonía.