La Estadista tras el Trono .

/ Isabel Turrent/

Si las imágenes proyectaran la realidad, la monarquía británica sería absoluta: el despliegue de color, pompa y lujo, y la precisión de cada movimiento de las tropas que acompañaron a la reina Isabel II en su último viaje, recordaron los mejores días del Imperio británico. La del nuevo rey Carlos III, en Westminster, sentado en un trono que dominaba a su izquierda a los Lores -la Cámara de legisladores no electos, vestidos de gala- y a su derecha, a los Comunes -representantes parlamentarios electos por el voto popular-, habría dado la impresión a cualquier observador perdido en la historia, que la centenaria distribución del poder que favorecía a la aristocracia y al rey -o reina- seguía vigente.

Nada más lejos de la realidad. Si un monarca británico hubiera entrado al siglo XX pretendiendo ejercer los modos absolutos de reyes como Enrique VIII (que describió magistralmente Hilary Mantel, que falleció días después de Isabel II), la monarquía británica habría abdicado como institución.

Para sobrevivir, prefirió abdicar del poder. Se convirtió en una monarquía constitucional con un trabajo difícil pero mucho más fructífero para el país que el poder absoluto de sus antecesores, se volvió la encarnación de la identidad nacional: un árbitro legítimo e imparcial -que reina para todos- y mantiene la unidad de Gran Bretaña separando escrupulosamente a la Nación de la política. La reina Isabel II convirtió en un arte, anclado en su inamovible vocación de servicio a sus súbditos, la tarea de apuntalar la mezcla de monarquía, aristocracia y democracia que es el sistema político británico, y conservar bajo una fachada de prudencia y silencio, el poder suave de la monarquía: la mejor carta diplomática y la mejor agencia de relaciones públicas de Gran Bretaña.

Hasta los presidentes de EU sucumbían a la tentación de tomar té con la reina como parte de su agenda, y sus abrigos de colores, coronados con sombreros estrambóticos llenos de flores, la convirtieron en la mujer más famosa del mundo.

Era también la más informada. No sólo leía reportes diarios de los aconteceres británicos e internacionales y daba audiencia a las cabezas de la eficiente burocracia británica, sino que recibía una vez a la semana al primer ministro en turno. La reina no hablaba jamás de lo que se discutía en esas visitas y cualquier indiscreción del huésped en turno del 10 de Downing Street, donde radica el poder político duro, recibía reprimendas terminales.

Esas reuniones eran territorio fértil para los rumores. Ahí brotaron los chismes nunca confirmados de que la reina y Margaret Thatcher, la primer ministro que la acompañó por más de diez años, tenían una mala relación. Lo cierto es que Thatcher admiraba a Isabel II y la reina a ella. El único desencuentro se dio alrededor del régimen sudafricano y el apartheid. El pragmatismo de Margaret Thatcher chocó con las convicciones de Isabel II que apoyó siempre al -casi simbólico- Commonwealth.

Porque en las entretelas del silencio público, la reina tenía metas políticas y usó sabiamente su influencia para promoverlas. La continuidad del Commonwealth era una de ellas, pero lo que hizo en Escocia y en Irlanda fue mucho más importante: estaba en juego no sólo la existencia de Gran Bretaña, sino la estabilidad del país. En Escocia, advirtió a los votantes antes del referéndum por la independencia, que tenían la obligación de pensar en el futuro. Contribuyó a que ganara el No.

En Irlanda, donde la violencia siempre está a la vuelta de la esquina, ayudó a consolidar los acuerdos de paz de los noventa. Pasó por encima de las advertencias de sus asesores y en 2011 emprendió una visita histórica a Irlanda: la primera vez, desde la independencia irlandesa en 1921, que un monarca británico viajaba a Dublín. Sinn Féin -el brazo político de IRA, que en 1979 había asesinado a Lord Mountbatten, tío de su esposo- se opuso a su visita. La respuesta de la reina fue sutil y definitiva: empezó su discurso en el banquete que se organizó para celebrarla en gaélico irlandés, una lengua que los ingleses habían tratado de erradicar por siglos; colocó una ofrenda en el monumento que conmemora la lucha irlandesa por la independencia (en contra de los soldados de su abuelo) y rompió la resistencia de Sinn Féin. Los británicos perdieron también a una gran estadista.