- Sin tacto.
/ Por Sergio González Levet /
A las 7 horas con 19 minutos del 19 de septiembre de 1985 el mundo se nos vino encima a quienes estábamos en la Ciudad de México. Fueron casi cuatro minutos en que retembló en sus centros la tierra, como en la descripción del himno, y que nos recordó que no somos más que unos seres frágiles que tenemos la existencia pendiente de un hilo, aunque nuestra mente insista en engañarnos con la ilusión de que estamos seguros en un planeta de por sí inestable y al que hacemos cada vez más peligroso con nuestros excesos de especie dominante y depredadora.
Estábamos, por ejemplo, el periodista Marco Antonio Aguirre y yo en el piso 11 del Hotel Alameda en la avenida Reforma, un rascacielos de 12 pisos que habían construido, por fortuna, los excelentes arquitectos Carlos Obregón Santacilia -biznieto por cierto de don Benito Juárez- y Mario Pani, recién desempacado de sus estudios en París. Habíamos ido a un curso de capacitación en la OEM de don Mario Vázquez Raña y nos disponíamos a bajar para el desayuno. Ese edificio no se cayó de milagro, pero todos los vidrios de la fachada se hicieron añicos y las paredes quedaron con las varillas de fuera, mantenida la vertical por un milagro de la necedad de algunos edificios de morir de pie, como los árboles de la obra de teatro del español Alejandro Casona.
Recuerdo que durante los cien años convertidos en 200 segundos que duró el terremoto veía a unas palomas que estaban en el alféizar, quitadas de la pena y sin ningún temor. Esas aves diazmironianas sabían lo que son sus alas. Fue la única vez que envidié realmente a cualquier otro animal de la creación.
Marco y yo salimos a la calle y alcancé a escuchar la voz de Jacobo Zabludowsky desde el radio de un coche, relatando la destrucción que veían sus ojos. “Nunca había visto una tragedia como ésta. La ciudad está devastada. En este momento estoy viendo caer un edificio de departamentos”, contaba el maestro reportero de tantas batallas enfrentado a la mayor desgracia de su vida.
Ya en la OEM fuimos investidos como reporteros oficiosos (oficio era lo que nos sobraba) y nos fuimos a dar cuenta del trance que sacudía a la capital del país, con su centro devastado y miles de víctimas que eran sacadas de las ruinas, malheridas o muertas. Las cifras oficiales de un Gobierno atrapado en su incapacidad decían que eran casi 4 mil muertos; la realidad nos enseñaba a decenas de miles, tal vez 20 mil o quizás 40 mil, nunca sabremos.
El terremoto le cambió la vida a México: aprendimos que éramos una sociedad unida y solidaria, entendimos que teníamos que aprender protocolos para resguardarnos de los sismos y otros peligros…
Sin embargo, nunca pudimos con la otra cara de la desgracia, la de la corrupción, que ha permitido que se construyan edificios que se pueden caer y seguir matando gente que no debía morir, como tantos lo hicieron aquel 19 de septiembre.
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