Enrique Krauze
“La longevidad a mí ya no me la quitan… lo que venga es pilón”, escribió Guillermo Soberón a los 89 años. Ese pilón le duró cinco años más, tiempo suficiente para constatar, con inmensa preocupación y dolor, la destrucción de mucho de lo que él y las generaciones anteriores habían construido. Pero la resignación no estaba en su carácter. Atado a su silla de ruedas pero claro y honesto en su lectura de la realidad, elaboró con otros cinco exsecretarios de Salud el documento “La gestión de la pandemia en México: Análisis preliminar y recomendaciones urgentes” que se presentó al gobierno apenas en septiembre pasado. Las autoridades sanitarias no se dignaron leerlo. Desecharon la experiencia y el conocimiento que, en el caso de Soberón, representaba más de seis décadas dedicadas a la salud de los mexicanos.
“¿Me ayudas a grabar episodios de mi vida?”, me dijo hace un par de años en nuestra reunión mensual de El Colegio Nacional. Había publicado sus memorias, pero necesitaba dejar un testimonio visual para sus hijos y nietos. Lo hicimos con gusto. Su legado es de todos los mexicanos. Puede verse en YouTube: https://bit.ly/31gXADE. Lo que aquí evoco proviene de esas conversaciones.
Guillermo Soberón Acevedo nació en Iguala, en 1925. Descendiente de un inmigrante cántabro, era guerrerense por los cuatro costados. Su padre, el doctor Galo Soberón y Parra, se especializó en las entonces llamadas “enfermedades tropicales”, como la malaria. Su tío -“suave y paternalista” en sus recuerdos- fue el ingeniero agrónomo Waldo Soberón, director de la Escuela Nacional de Agricultura de Chapingo.
Llegó a la Ciudad de México a los cinco años. Vivió las estrecheces de una modesta clase media: de niño dormía con sus hermanos en la salita de su casa. Estudió en la Escuela Nacional Preparatoria. En ese tiempo leyó Cazadores de microbios de Paul de Kruif. Todo estaba claro: su vocación era la medicina.
En 1943 se matriculó en la Escuela Nacional de Medicina. Siguiendo los pasos de su padre, Soberoncito, como lo llamaba uno de sus maestros, decidió elaborar una tesis acerca del paludismo, al tiempo que realizaba su servicio social en Apatzingán. El ejemplo de su padre lo movía a la emulación… y a la competencia: “[no había] otro remedio que poner más alto el obstáculo a brincar”. Decidió apartarse de la especialidad paterna.
En 1949 ingresó al Hospital de Nutrición. Tiempo después, ya orientado a la bioquímica, cursó un doctorado en la
Universidad de Wisconsin. En 1957 fundó el Departamento de Bioquímica en el Instituto Nacional de Nutrición. Poco más tarde, como director del Instituto de Estudios Médicos y Biológicos de la UNAM, transformó el Instituto de Investigaciones Biomédicas y creó el primer departamento de biología molecular del país.
Sus dos períodos en la rectoría de la UNAM (1973-1981) transcurrieron en tiempos convulsos. Soberón buscó separar la vocación académica de la militancia política. En este afán no lo disuadió -antes bien, lo confirmó- el secuestro de su hija Socorro por la Liga 23 de Septiembre. Su respuesta de fondo fue la de siempre: curar las heridas construyendo instituciones. Creó cinco Escuelas Nacionales de Estudios Profesionales y previó su conversión final en Facultades de Estudios Superiores. Limitó el acceso a carreras sobresaturadas pero aumentó y diversificó la oferta de carreras.
Al cerrar su etapa en la UNAM, Soberón dirigió la Coordinación de los Servicios de Salud de la Presidencia, donde proyectó la descentralización y alineación de los servicios de salud que instrumentaría al poco tiempo, como secretario de Salud en el gobierno de Miguel de la Madrid. Por si fuera poco, Soberón impulsó el Sistema Nacional de Salud y logró el reconocimiento constitucional del derecho a la protección de la salud.
Nunca se detuvo. Encabezó el Consejo Consultivo de Ciencias, fue presidente ejecutivo de la Fundación Mexicana para la Salud, impulsó la creación del Instituto Nacional de Medicina Genómica. Entre 2004 y 2009, presidió el Consejo de la Comisión Nacional de Bioética.
Dice el juramento hipocrático:
Pasaré mi vida y ejerceré mi profesión con inocencia y pureza. […] Si observo con fidelidad este juramento, séame concedido gozar felizmente mi vida y mi profesión, honrado siempre entre los hombres; si lo quebranto y soy perjuro, caiga sobre mí la suerte contraria.
A Guillermo Soberón le fue concedido ese gozo y esa honra. Sobre los perjuros que ahora lo quebrantan, caerá -que no haya duda- la suerte contraria.