RETROVISOR
Ivonne Melgar.
Hay, para Mario Delgado, una misión más cuesta arriba que sortear el malestar de los perdedores: dejar de ser, de acuerdo con las palabras de Porfirio Muñoz Ledo, un partido de borregos.
Con el beneplácito de Palacio Nacional, Mario Delgado será el próximo dirigente de Morena y, por lo tanto, el responsable de conducir la marca política presidencial hacia las elecciones de 2021 y la definición de candidaturas de entonces y hasta agosto de 2023.
Y aun cuando la conferencia mañanera de López Obrador es una cotidiana maquinaria de propaganda y adoctrinamiento, la tarea para el coordinador de los diputados morenistas se vaticina ruda y compleja.
Ruda porque los liderazgos que impulsaron la candidatura de Porfirio Muñoz Ledo no se van a conformar con esta derrota que asumirán como temporal y porque, como ya lo anunció Bertha Luján, al frente del Consejo Nacional del partido, desplegarán una especie de resistencia frente al relevo de Delgado.
Se trata de una resistencia que incluye a la senadora con licencia Citlalli Hernández, próxima secretaria general de Morena, cargo que ganó en el proceso de encuestas conducidas por el INE y el que ayer llegó a su fin.
Y decimos que la tarea de Mario Delgado será compleja porque, además de la división y el encono que deja el relevo, esta contienda evidenció un hecho que ningún morenista se atreve a declarar, pero que es vox populi: en las entidades de la República, el partido como estructura organizada no existe.
Eso explica los resultados del domingo anterior en Hidalgo y Coahuila, un saldo que confirmó que Morena es Andrés Manuel López Obrador y que sin él y su proselitismo, se baja el motor de lo que llama “nuestro movimiento”.
Por supuesto que hay miles, millones acaso, de activistas, seguidores entusiastas del Presidente de la República. Pero no se trata de una organización con mecanismos definidos para el apuntalamiento de cuadros y candidatos.
Y a eso llega Mario Delgado a Morena: a construir el triunfo del próximo año en 15 gubernaturas y en la renovación de la Cámara de Diputados.
Se trata de un relevo partidista que no sólo deja en un segundo plano al grupo radical, sino que ha logrado romperlo.
Anoche, mientras Muñoz Ledo anunció que, con el apoyo de las bases del partido —entiéndase Bertha Luján— impugnaría la encuesta que el INE encargó a tres empresas, el todavía presidente interino de Morena, Alfonso Ramírez Cuéllar, dio por bueno el resultado y adelantó que se regresaría a la Cámara de Diputados.
Hubo otro contraste significativo entre personajes de la autoproclamada Cuarta Transformación que hasta hace poco actuaban en equipo: la queja del senador Martí Batres porque “un neoliberal” tomará las riendas del partido, el festejo del resultado del académico John Ackerman y la adhesión hace unos días de Yeidckol Polevnsky al proyecto del ahora ganador.
Y es que por más que la retórica oficial clame que “nosotros no somos iguales” a los del pasado, es evidente que, ante las señales del poder en Morena, ocurrió lo que un reconocido operador del PRI, el famoso Meme Garza decía de las pujas internas: “Los miembros del partido son como las calabazas: se acomodan dependiendo de hacia dónde jale la carreta y pocas se caen”.
Y esas señales incluyeron, como lo reveló nuestra colega Lety Robles, al mismísimo Andrés López Beltrán, quien se ocupó de dejar en claro que el exsecretario de Finanzas y de Educación en el gobierno capitalino de Marcelo Ebrard tenía el visto bueno de su padre.
Por supuesto que con la nueva correlación de fuerzas ganan los moderados: sin duda encabeza la lista el canciller, quien personalmente tejió el respaldo que Gibrán Ramírez le dio a Mario Delgado. Y también gana el jefe de los morenistas en el Senado, Ricardo Monreal, cuya bancada trabajó para conseguir este saldo.
Las inconformidades, sin embargo, tendrán que salir de algún modo. Quizá en el obligado cambio de la coordinación en San Lázaro, donde Ramírez Cuéllar será candidato natural. Pero con escasas posibilidades si el nuevo dirigente de Morena consigue apuntalar a gente de su grupo y allegada a Palacio Nacional: el tabasqueño Manuel Rodríguez González o el poblano Ignacio Mier Velazco.
Hay, sin embargo, una misión más cuesta arriba que sortear el malestar de los perdedores: dejar de ser, de acuerdo con las palabras de Muñoz Ledo, un partido de borregos.
Porque ese continúa siendo el principal incentivo de los políticos morenistas, incluido el ganador: cumplir la agenda presidencial y seguir su retórica matutina.
Pero las consecuencias de la tómbola y de la purificación de personajes de dudosa reputación a cambio de incondicionalidad con las directrices de Palacio están a la vista: malos gobiernos locales, legisladores que se limitan a gritar consignas y descontento en la militancia ante el oportunismo de panistas y priistas reciclados.
De ese tamaño es el desafío: hacer de Morena un partido que construya política y políticos y en el que, inevitablemente, se democraticen las decisiones. Pero eso implica dejar de ser la marca electoral de un solo hombre.
¿Es todavía posible?.