El adjetivo

Jesús Silva-Herzog Márquez

Andrés Manuel López Obrador quiere matar al INE. Tiene en la mira a todos los órganos autónomos. Que la voluntad presidencial reine sin estorbos. El Presidente ha expuesto su deseo con una vehemencia inusitada. Se ha propuesto extirpar todos los peros que hemos instaurado como cautelas para que se escuche solamente una voz y el silencio de los sumisos. Anular todas las autonomías constitucionales. Convertir la compleja máquina democrática en una palanca elemental que transmita, de manera implacable, la voluntad de la mayoría, esa que cree que le pertenece a él y que le pertenecerá por siempre al movimiento que lo idolatra. Si gobernamos los virtuosos, ¿por qué habríamos de detenernos ante los estorbos de la Constitución? Si por nosotros habla la nación, ¿quién tendría derecho a contradecirnos? Se busca de este modo consolidar legalmente una estrecha cadena de subordinaciones para conectar todos los mecanismos del Estado a esa voluntad que se exhibe por las mañanas. Un procedimiento no debe estorbar la satisfacción de sus antojos. No hay derechos que merezcan respeto si interfieren con su deseo.

La decapitación institucional, al parecer, empieza a ser diseñada. Los propósitos son claros: todos los núcleos de racionalidad técnica, cada espacio de arbitraje imparcial, toda instancia de Estado que trascienda el calendario de las elecciones y que tenga un impulso distinto al de los órganos propiamente políticos, debe ser fagocitado por el Ejecutivo. Los entes de la polifonía constitucional han de ser suprimidos para que se escuche una sola voz. En lugar de reformar estos órganos, de oxigenarlos con prudentes renovaciones, el gobierno propone exterminarlos. En una ocurrencia mucho más absurda de lo que suelen ser sus muy absurdas y muy frecuentes ocurrencias, el Presidente ha sugerido que el órgano electoral sea incorporado al Poder Judicial. ¡Qué los jueces organicen las elecciones y se sienten a dialogar con los partidos! El disparate es tan insensato que debería ser tratado con la burla que merece, pero, ante la presteza de la mayoría por apoyar cualquier dislate que provenga del palacio, hay que temer lo peor. Nos lo han demostrado en estos días: los morenistas están dispuestos a la contradicción más obvia y al atropello más grotesco si el Presidente se los solicita con todo respeto.

El aviso es claro: se pretende desmontar la democracia constitucional. Subrayo el adjetivo porque ahí está el núcleo de la amenaza. Para destruir la democracia, hay que invocar a la democracia. Mientras se coloca la dinamita en la base de sus columnas, hay que hablar cosas lindas de la democracia profunda, de la democracia auténtica, de la democracia verdadera. Al tiempo que se pervierten sus reglas y se revientan sus prevenciones, es recomendable glorificar a quien la encarna. La democracia de la que habla el populista es un régimen que no supera las sílabas de su origen. Es una democracia cuya complejidad se reduce a su etimología. El primer politólogo que alcanza la Presidencia de México es ciego a la experiencia de los siglos. No se percata de que la democracia no es solamente voluntad sino también freno y contraposición de legitimidades. Desprecia por eso el componente institucional de todo arreglo democrático. Porque se engaña con esa idea de que el pueblo tiene una voluntad y que él la expresa cabalmente, no comprende la aportación de los contrapesos, la prudencia que hay en los contrapoderes, la relevancia de la ley.

La tarea de hoy es defender el adjetivo. Ese adjetivo vital para la democracia es liberal. Es la cualidad que alienta la vitalidad del pluralismo y cuida la vigencia de los derechos. Ese adjetivo es producto de una experiencia histórica que no puede ser ignorada. No puede haber voluntad común sin respeto a reglas. No hay poder legítimo si no se abre el diálogo a las muchas voces de la ciudadanía que se alojan en diversos cuerpos institucionales. En ese adjetivo se levantan las cautelas de la prudencia exigiendo respeto a las leyes y a los cauces. Ese adjetivo apunta a la técnica del constitucionalismo como sometimiento del poder a la ley. La simplificación populista podrá cantar a la soberanía del pueblo y repetir mil veces el significado original de aquella palabra griega. Debemos tener muy claro que no levanta el poder del pueblo: justifica la arbitrariedad y el capricho.