POLÍTICA ZOOM
Ricardo Raphael
Esta semana que cierra, la nota política más escandalosa la dio el gobernador saliente de Michoacán, el perredista Silvano Aureoles Conejo. En diversas entrevistas afirmó que, de la mano de Morena, el crimen organizado volvería a gobernar en Michoacán.
Sus especulaciones fueron incluso más allá de la entidad que gobierna cuando aseveró que el triunfo de Morena en todo el corredor Pacífico —desde Guerrero hasta Baja California (a excepción de Jalisco)— se debió al crimen organizado. Asegura contar con al menos 90 pruebas que habría ya presentado ante las autoridades electorales. Con ellas —dice— podría corroborarse que la delincuencia obligó a marcar las boletas a favor del partido del presidente López Obrador, en ciertos distritos electorales.
El mismo discurso de denuncia fue retomado por Jesús Zambrano, líder nacional del partido de la Revolución Democrática: “México va a una narcocracia, Morena es un narcopartido y vamos transitando hacia un narcoestado”.
Estas acusaciones son tremendas y por eso exigen el mayor rigor posible a la hora de corroborar la evidencia presuntamente presentada ante los órganos electorales.
Ante pregunta expresa de Carmen Aristegui, en su programa radiofónico del pasado jueves 24 de junio, sobre las pruebas en su poder, Aureoles precisó que él había acusado a los tramposos de delincuentes, pero no de tarugos.
Esta última afirmación pone en duda el conjunto de las declaraciones. O Aureoles cuenta con evidencia sobre sus dichos, o bien está calumniando sin otro propósito que justificar la derrota de su partido.
No sería la primera vez que, sin pruebas, en Michoacán se estigmatiza a los adversarios de la política como narcotraficantes. Cabe hacer memoria sobre el operativo fallido que, en mayo de 2009, emprendió el gobierno de Felipe Calderón para aprehender a 10 alcaldes de esa entidad, a un juez y a otros 17 funcionarios, por presuntos vínculos con el crimen organizado.
La mayoría de los acusados eran entonces militantes del PRD y alguna entre ellos, Citlali Fernández, era asesora del gobernador perredista Leonel Godoy.
En aquel entonces las personas acusadas advirtieron que aquella maniobra, conocida como el michoacanazo, tenía como intención verdadera golpear políticamente al gobierno perredista en Michoacán ya que el entonces presidente, Felipe Calderón Hinojosa, y su familia, tenían aspiraciones electorales en la entidad.
Al final, este episodio terminó mal para el acusador. La evidencia presentada por la federación en contra de las y los presuntos funcionarios criminales se desmoronó y cada cual volvió a su puesto sin que hubiera siquiera mediado una disculpa.
La mentira política tarde que temprano estalla en las manos del mentiroso.
La liberación posterior de aquellos ediles no quiso decir, en modo alguno, que Michoacán estuviese apartado de la violencia y la ocupación criminal. Todo lo contrario, en esa zona se gestaron y operan empresas ilegales tan influyentes como La Familia Michoacana o el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG).
Casi ininterrumpidamente el puerto de Lázaro Cárdenas ha servido para el desembarco de precursores químicos, destacadamente fentanilo, los cuales se comercializan en el resto del país y en Estados Unidos. Michoacán también está infestado de cocinas clandestinas donde se producen drogas sintéticas.
Coinciden estas actividades con la extorsión intensiva de actividades económicas relevantes para la entidad como el cultivo de aguacate. Año con año este negocio ve mermada su ganancia por las cuotas elevadas que el crimen exige tanto a los dueños de las huertas como a las empresas dedicadas a empacar el producto.
El yugo delincuente no ha soltado a esta entidad desde finales del siglo pasado, cuando las primeras células Zeta, en asociación con la familia Valencia, se instalaron en tierras michoacanas.
La lista de gobernadores dedicados a enfrentar este fenómeno comienza con el nombre de Lázaro Cárdenas Batel y continúa con los de Leonel Godoy, Fausto Vallejo y Silvano Aureoles. Solo uno de estos gobernadores no emanó de las filas del PRD y por tanto puede afirmarse que el crimen organizado creció esencialmente bajo mandatos perredistas.
No es cierto, como dice Aureoles, que él haya logrado sacar a los criminales de su entidad. El CJNG robusteció notablemente su poder justo durante los años en que gobernó la entidad.
Dicho lo anterior, resulta tan absurdo afirmar que el PRD haya sido un narcopartido como que ahora Morena le haya arrebatado ese título infame. Ciertamente el poder criminal busca por todos los medios influir sobre el poder político, pero no suele hacerlo casándose con un partido y divorciándose de su adversario. Esta suposición es ridícula. Por lo general, dichas empresas invierten en todas las canastas.
La alianza entre una empresa criminal y un partido solamente suele ocurrir cuando la primera necesita del segundo para enfrentar a una organización adversaria protegida por el gobierno en turno.
En el hipotético caso de que una empresa criminal, por ejemplo, el Cartel de Sinaloa, tuviera constancia de que el CJNG está siendo apoyado por el partido “X,” en una determinada región, entonces la primera organización tendría incentivos para patrocinar a un partido alternativo “Y.”
En el mismo hilo, meramente hipotético, el apoyo al partido “Y” sería consecuencia de una relación corrupta previa, entre el partido gobernante “X” y otra organización criminal.
Cabe preguntar a Silvano Aureoles si la nueva distribución del poder en Michoacán, donde el PRD vio disminuir seriamente su fuerza, podría estar significando una transición del control del territorio de una empresa criminal a otra. Desde luego que se trata de una pregunta hipotética cuya respuesta habría de ser igualmente hipotética.