Juan Villoro
Hay noticias extraordinarias que no interesan a los medios convencionales. Es el caso de la excepcional Travesía por la Vida iniciada por los zapatistas a principios de mayo. Siete indígenas, bautizados como “Escuadrón 421” (cuatro mujeres, dos hombres y una persona sin definición binaria) zarparon a Europa en un barco de vela, bautizado como La Montaña para mostrar que lo permanente también se mueve.
El viaje tiene un sentido simbólico y práctico. A 500 años de la caída de Tenochtitlan no se busca una revancha ante los agravios del pasado, sino establecer un diálogo en la diversidad para tener un porvenir (“Hay otros mundos, pero están en éste”, dijo el poeta Paul Éluard). Además, se reforzarán alianzas tejidas desde hace años con grupos defensores de la biósfera y la pluralidad social.
La ONU ha señalado que si el ecocidio no se revierte, en 2040 la vida humana, tal como la conocemos, será inviable. Por desgracia, en México quienes se oponen al apocalipsis lo sufren en carne propia. Hace unos días, Gobernación informó que en los últimos tres años 68 activistas han sido asesinados. El crimen organizado, las corporaciones internacionales y la negligencia oficial son responsables de ese oprobio. El problema es regional, pero también mundial. De ahí la necesidad de buscar soluciones compartidas en un planeta interconectado.
La vocación internacional del zapatismo ha dado lugar a múltiples encuentros (baste mencionar la reunión de mujeres de 2018, en el caracol Morelia, que congregó a más de ocho mil participantes de unos treinta países). A pesar de eso, se reitera una cantinela sin fundamento: “el zapatismo ha desaparecido”, como si los rebeldes se hubieran sumido en la noche de los tiempos. Nada más falso. Los proyectos de transformación surgidos de Chiapas están vigentes y despiertan el interés de luchadores sociales de las más diversas latitudes.
Un par de ejemplos. Hace tiempo, los zapatistas recibieron a miembros del ZAD (Zone A Défendre), colectivo agrícola del oeste de Francia, e intercambiaron estrategias. El ZAD impidió la construcción del tercer aeropuerto más grande de ese país que hubiera implicado el despojo de tierras. Lo mismo sucede con la comunidad sami, en Noruega, que lucha contra la creación del Tren Ártico, concebido para unir Rovaniemi, capital lapona, con la ciudad de Kirkenes, lo cual alteraría un ecosistema donde cerca de 80 mil personas viven del pastoreo de renos. Desde el inicio de la lucha zapatista, hace ya 27 años, se establecieron alianzas con los samis. Descendientes de quienes fueron a Chiapas hace décadas ahora defienden la naturaleza en su país.
En suma: después de haber sido anfitriones de movimientos que se oponen a la devastación del planeta, los zapatistas serán sus invitados. Esto habla de redes tramadas con cuidadosa solidaridad a lo largo de muchos años.
Hace unas semanas, La Montaña tocó costas gallegas. Otros miembros de las comunidades zapatistas y del Congreso Nacional Indígena viajarán en avión. A propósito de esta “invasión aérea”, Hermann Bellinghausen recordó en La Jornada que no es la primera vez que el zapatismo acude a ese recurso. El 3 de enero de 2000, en el ejido Amador Hernández, ubicado en las profundidades de la Selva Lacandona, el Ejército hizo operaciones con gran despliegue de helicópteros y fue “contraatacado” por una lluvia de avioncitos de papel con un mensaje para los soldados, recordándoles que también ellos eran parte del pueblo.
El 10 de julio, en el suburbio de París-Montreuil, los siete de La Montaña fueron recibidos por defensores de la biósfera y la diversidad cultural (algunos con chalecos amarillos). ¿Es posible un nuevo tipo de concordia, basada en la inconformidad? La aventura zapatista busca responder esta pregunta. No es casual que haya suscitado el interés de la organización DiEM25, que propone la democratización europea desde la izquierda, y a la que pertenece Yanis Varoufakis, fundador con Bernie Sanders de la Internacional Progresista y ex ministro griego de Economía.
Mientras una polarización estéril aturde las conciencias, los pueblos originarios de México construyen insólitos puentes de entendimiento.
Su tarea no puede ser más urgente, según advirtió José Emilio Pacheco en un poema tan breve como inagotable: “El fin del mundo ya ha durado mucho/ y todo empeora/ pero no se acaba”.