/Denise Dresser/.
Despertamos y el dedazo seguía ahí. Ese mecanismo pre-democrático del pasado, revivido en el presente. Ese hábito autoritario del priismo, resucitado por el lopezobradorismo. Andrés Manuel López Obrador desempolva una costumbre arcaica que la transición dejó atrás, porque es el único método que afianza el control de su legado, la prolongación de su transformación. Al elegir a su sucesor busca cimentar lo que hasta ahora es sólo arena movediza. Un proyecto individualista, hiper-presidencialista, edificado sobre el culto a la personalidad pero con una inerme institucionalidad. A tres años de que termine el sexenio, AMLO necesita asegurar que la “4T” persistirá, aunque él no esté ahí diariamente para narrarla. Necesita ungir a un incondicional que sea totalmente palacio.
Ello requiere herederos confiables y complacientes, dóciles y displicentes. Alguien que le prometa proseguir al pie de la letra la vuelta en u que ha iniciado, la puesta en reversa que ha dictado. Alguien dispuesto a escuchar recomendaciones provenientes de “La Chingada”, el lugar a donde el Presidente promete que se retirará. Pero es difícil imaginar que se mantendrá al margen de las acciones y las decisiones llevadas a cabo en su nombre. Así como hubo un Maximato, habrá un AMLOato; un esfuerzo por seguir influenciando, mandando, determinando. El otoño del patriarca irá acompañado del dedazo del patriarca.
Dedazo anunciado de manera prematura que nos coloca en una sucesión adelantada. Dedazo disfrazado por la selección del candidato de Morena mediante una “encuesta” con metodología ininteligible. Designación personal escondida detrás de una vía que dista de ser institucional. Marcelo Ebrard y Claudia Sheinbaum compitiendo entre sí para ver quién será el elegido, quién será el destapado, quién será el Presidente entrante que se comprometerá a cumplir los compromisos del Presidente saliente, para que no haya traiciones o alteraciones.
Ella parece ser la preferida de AMLO; la mujer a la que quiere apuntalar, porque en momentos clave ha colocado la lealtad por encima de la gobernabilidad, la fidelidad por arriba de la institucionalidad. La Claudia competente a veces convertida en la Claudia complaciente. La científica racional, creyente en los datos, a veces apoya sin chistar los “otros” que presume el Presidente. La jefa de Gobierno autónoma a ratos transfigurada en la regenta que no lo es. Tan capaz para tratar algunos temas de política pública, tan sojuzgada para encararlos cuando su jefe se lo ordena. Cargando con el colapso de la Línea 12 sobre sus hombros, en el cual tiene una responsabilidad compartida pero no aclarada. Arrastrando tras de sí la humillación electoral en un bastión que perdió y gobierna a medias. Obligada a todo para ser la candidata, “La Presidenta”, la hija creada y empoderada por el padre político que quiere colocarla en la silla, detrás de la cual permanecerá parado.
Ante esa sucesión anunciada, y recordando lo que le ocurrió a su mentor Manuel Camacho, Ebrard hace explícita su intención de contender. Lleva años esperando, postergando, cumpliendo y ahora se mueve para sí salir en la foto. Para finalmente ser recompensado. Para demostrar que él no sólo es bombero, sino también presidenciable porque sabe cómo operar, resolver, usar el andamiaje del Estado cuando otros ni lo conocen. Sabe que esta es quizás su última oportunidad y para aprovecharla, buscará encabezar un proyecto probablemente más pragmático y menos radical, más socialdemócrata y menos peleado con el mercado, más globalista y menos autárquico. Pero a él también lo persigue la podredumbre del Metro y las muertes que provocó; el acuerdo con los contratistas y la corrupción que engendró. El canciller multiusos, el funcionario apagafuegos, el que compra pipas y vacunas y hace todo lo que se le pide. Pero un político con trayectoria propia, menos propenso a subsumirla después del 2024.
Mientras tanto, AMLO distrae y divierte y divaga decidiendo quién será el designado por el dedo divino. El dedo que Zedillo se cortó promoviendo la primera primaria del PRI en 1997; el dedo que López Obrador estirará de nuevo reviviendo los viejos tiempos en los cuales el poder no se conquistaba en las urnas; se traspasaba en los palacios. El poder que -en palabras de Edward Albee- siempre es peligroso porque atrae a los peores y corrompe a los mejores.