Guadalupe Loaeza
No hay nada más estresante, caro y perturbador que cambiarse de casa. Enrique y yo llevamos dos semanas ahogados por sesenta y nueve cajas de cartón que contienen de todo, desde tenedores, cucharones, floreros, tacitas de porcelana, compact discs (que ya nadie escucha), álbumes de fotos antiquísimas, discos de acetato de las big bands y esferas de Navidad, hasta la colección de la Ilustración Francesa, casi completa. Cada una de estas cajas pesaban no kilos sino toneladas. Organizarlas, rotularlas, acomodarlas, empujarlas, patearlas resultaba enloquecedor, todavía hasta el momento en que escribo este artículo falta abrirlas, reacomodarlas en cierto orden en lo que será su futuro lugar. Es tal el caos en que se encuentra nuestro nuevo hogar, que tardé horas en encontrar la computadora…
Mudarse de casa es, como dice algún proverbio chino que alguna vez escuché: “morir y volver a resucitar”. Es como cambiarse de piel, es una maldición, una agresión y una penitencia por haber acumulado, durante años, tantas cosas que ahora parecen totalmente inútiles. Para qué tanta ropa, zapatos, camisas, sacos, calcetines, ropa interior, camisones, batas, tenis, blusas, vestidos de noche, de día, de media tarde, suéteres de Chiconcuac, sacos de piel asquerosos y totalmente pasados de moda, cinturones para una cintura de avispa, cuellos de tortuga raídos por la polilla, botas de charol con tacones plateados de 1968, minifaldas, hot pants, wonderbras, maxi faldas, rebozos, huipiles, dos vestidos de novia (uno mío y otro de mi hija), muñecas de porcelana con su correspondiente indumentaria, vestidos de disfraces, smokings, abrigos de pelo de camello, martas, zorros, minks (heredados de mi suegra); manteles: redondos, cuadrados, ovalados, rectangulares, etcétera, etcétera.
¿Cómo pudieron caber tantas cosas en el departamento que vivíamos y que ahora en una casa también se desbordan? Y me vuelvo a preguntar: ¿por qué tanta acumulación? ¿Es temor al vacío? ¿Es un materialismo exacerbado? O, ¿es simplemente una compulsión incontrolable? Además, la mitad o más de las cosas acumuladas resultan completamente inútiles, sobre todo si tomamos en cuenta que la tecnología actual convierte estos cachivaches en prácticamente inservibles.
En esta nueva casa que no es tan nueva (es de Las Lomas de los años cuarenta) los calentadores no sirven, los grifos están atascados, la madera del piso hace ruido y está astillada, las paredes requieren pintura, no hay suficientes instalaciones eléctricas y el patio está en decadencia. Por añadidura, la casa colinda con una escuela de kínder y primaria. Habría que decir que aquí viví de 1983 hasta que nos mudamos a la colonia Roma. La principal ventaja es que no hay que pagar renta, pero sí el gas, la luz, el agua y el predial.
Esta casa posee una historia muy particular y entrañable para mí. Aquí vivió, hace muchos años, el marido de Antonieta Rivas Mercado, Albert Edward Blair. Muy amigo de la familia Madero, vino a México a apoyarla durante la Revolución. Albert, ingeniero inglés, muy conservador y de ideas fijas, conoció a Antonieta de 18 años en una fiesta de Evaristo Madero. A pesar de que eran muy diferentes, se casaron, y ambos contribuyeron al desarrollo del fraccionamiento de Chapultepec Heights Company, el cual se convertiría en Las Lomas de Chapultepec, juntos dieron el nombre a las calles. Unos años después decidieron divorciarse. Tuvieron un hijo, Donald, quien se encontraba en Francia cuando Antonieta se suicidó en Notre Dame en París el 11 de febrero de 1931 a los 31 años de edad. Andando el tiempo, Albert ya mayor se fue a vivir a la casa en la que nos cambiamos, con su hijo Donald y con Kathryn Blair, autora del muy exitoso libro: A la sombra del Ángel. Aquí murió Albert pero su alma incorpórea en forma de fantasma siguió permaneciendo en la casa. Varios años mis hijos y yo convivimos con el fantasma, quien se manifestaba de mil maneras: tocaba el piano, pellizcaba a la servidumbre, me hacía perdedizas varias cosas, asustaba a Rigo el perro y otras diabluras. Ya me había hablado Kathryn Blair del fantasma de su suegro, de allí que me haya decidido a buscar un exorcista (recomendado por Guillermo Tovar). Vino, habló con mi hija y conmigo y nos dijo: “En efecto, siento una presencia, pero yo no puedo hacer nada, porque se trata de alguien muy filantrópico, alguien muy bondadoso. Lo que necesitan es llamar a un sacerdote para que bendiga la casa. Les sugiero, sin embargo, que no lo hagan porque las cuida”. Así lo hicimos y así ha sido hasta la fecha con todos los que habitaron la casa. Ahora nos toca a nosotros que Albert nos cuide hasta el final de nuestros días.
Estoy segura que aquí seremos los tres muy felices.