**De memoria
/Carlos Ferreyra /
Los muertos, fiesta de vivos…
Cuando los muertos eran recordados con respeto, y no se les usaba para mostrar las dotes escenográficas personales, la secuencia era así: acudíamos al Panteón Municipal, lavábamos detalladamente las tumbas, en este caso familiares, dos, del abuelo Rafael Carrasco Sierra y de su esposa, Anacleta Sandoval.
Dotados de pinceles, retocábamos las letras en dorado o plateado con una cosa que comprábamos en la tlapalería, mistión de oro o mistión de plata. El entorno de los monumentos funerarios donde se fueron acumulando otros fallecidos de la familia materna, debíamos librarlos de plantas parásitas y dejar los macizos de flores, a los que estaban agregados macetones de pedacería de espejos y loza fina.
Las señoras los días anteriores habían aplicado toda su sabiduría culinaria elaborando los manjares, no necesariamente del gusto de los muertos, sino del agrado de los vivos que los disfrutarían.
Esta costumbre proviene de la Meseta Tarasca, donde los deudos se reúnen en torno a las tumbas para entonar rezos y canciones que les recuerdan al ser ido al más allá. Hoy, comercializada, cobran en los panteones por ingresar y una cuota por cada foto impresa.
En la zona urbana y como costumbre de importación, se arman altares y hasta se hacen concursos y exhibiciones que pretenden demostrar la tradición, a la que se suma ahora, también como tradición, el desfile de calacas.
Sigo, para completar y luego de regar los macizos floridos y los macetones, se preparaba el sitio para el recuerdo que comenzaba con larguísimos rosarios y jaculatorias por la salvación de los fallecidos y el amparo a los todavía vivientes.
Cada rosario, según su extensión, sacaba del Purgatorio a una o varias almas, empeño inútil porque creo que en mi familia somos buenas personas, pero tenemos vía libre a lo mas profundo. No me imagino a nadie visitando estaciones intermedias.
Una vez cumplidos los ritos religiosos, las señoras procedían a colocar los manteles encima de las lápidas a los que dedicaron largas jornadas para sus bordados. Allí se alineaban los guisos, sus guarniciones y las siempre presentes botellas de charanda para los señores y rompope para damas tímidas e infantes.
En algunos monumentos funerarios, se oía el rasguear de las guitarras y la voz hiposa cantando las canciones preferidas del difunto. Otros, al extremo, llevaban mariachis que pronto y por respeto a los dolientes, eran callados.
Así pasaban las horas hasta que se escuchaban las detonaciones de dos deudos enfurecidos y bueno, al día siguiente nos enterábamos del nombre de quien deberemos recordar exactamente en un año.
No existía teatro, tampoco muestra de habilidades; era un recordatorio doloroso de seres queridos a quienes se acompañaba con rezos y buenos recuerdos…