**De memoria.
/ Carlos Ferreyra /
Muestra su desconcierto Víctor Manuel Juárez porque no encuentra justificaciones para que ante la creciente inseguridad, que por cierto afecta a los mas pobres, y el deterioro económico que obviamente perjudica al grupo social mencionado, ni siquiera los científicos sociales han encontrado la explicación pertinente a la popularidad de López.
Dubtal Dorjy, seudónimo que oculta al hijo de uno de mis mas admirados reporteros de antaño, expone un argumento quizá por elemental, correcto e incontrovertible: Porque les cae bien. Así de simple y de dramático.
Cuando hay una larga historia de vida, se pueden avalar opiniones tan tajantes. Veamos: aprendiz en un taller mecánico, vendedor repartidor de medicinas a bordo de una bicicleta, instalador de estufas y calentadores de gas y eterno acompañante de la linda tía Chofi en su recorrido vendiendo en abonos de un peso o dos semanales, manteles, servilletas, mandiles.
Eso, antes de arribar al añorado Distrito Federal donde aunque breve, fui boletero en un camión urbano y en otro suburbano.
Tales avatares me permitieron conocer, adentrarme en varias maneras al pensamiento de los sectores marginales. Vi sus luchas, sus esfuerzos por mejorar su situación económica y paradójicamente nunca me pareció que pretendieran ascender en la escala social. Esto es, aun si le pegaban a la Lotería, se mantenían fieles a su barrio.
Lo ganado, lo platiqué con don Jesús Rodríguez, director de la empresa donde quería hacer reportajes sobre los ganadores, generalmente se iba en pitos y buenas tonadas hasta volver a su estado natural de pobreza.
La Lotería, me dijo don Jesús, es una maldición, rompe familias; el primer signo, el señor de la casa compra el auto mas ostentoso y tras eso, se da cuenta que esa señora gorda, acabada por la vida de trabajo y privaciones, ya no está a su nivel.
Los hijos reciben privilegios con los que nunca soñaron. Terminan por rechazar a la madre y luego al padre. Nunca se hicieron parte de un esfuerzo inexistente. Todo lo merecen
Como denominador común en mi pueblo natal y en la capital, las frases tan usuales al desearle a alguien “que te mantenga el gobierno y te vista la nación” no eran sino parte de la aspiración para obtener una chamba de aviador. Uno de los métodos infalibles era sumarse a los sindicatos, pegarse al líder y obtener comisiones que exentaran de obligaciones laborales.
El catálogo de vías para la molicie es infinito. A esta actitud se suma la eterna inconformidad y el cuestionamiento de los conocimientos de los jefes. En campamentos camineros, estuve en la super de Coatzacoalcos a Villahermosa.
Escuchaba a los peones de campo discutir entre ellos la pendejez de tal o cual ingeniero. Todos buscaban imponer su opinión y demostrar que su jefe era mas inepto que el resto.
También como característica general, un cierto desprecio por la autoridad, muy desarrollado contra quienes presentaban rasgos indígenas. Los mas ácidos, los que tenían tales características.
Recuerdo en la Valle Gómez los domingos en el parque Elías Calles, donde sin proponérselo se estableció una cierta separación social. Al fondo en los frontones, los “raspas” el vulgo y del lado del rastro, las familias que evitaban ir al Cine Janitzio, un cine de gatas.
En Morelia, la galería se tapizaba de muchachas campesinas y de jóvenes con sarape.
Abajo, la “gente decente” que acudía con traje, corbata y las señoras con su mejor ropita. El domingo era día de lucir.
Y los de abajo no volteaban a mirar a los de arriba porque era desdoro. Sólo Alfonso mi hermano y yo que nos pegábamos al barandal reclamando la atención de nuestros padres y nuestra hermana Olga.
Mi madre se moría de la vergüenza, mi hermana del fastidio por el imprudente dueto, y mi padre de la risa mientras nos hacía señas.
La vida giró y por avatares de la fortuna, ya como periodista, me designaron jefe de la oficina de Prensa Latina para México y Centroamérica, con extensión a Suramérica para asuntos especiales.
Me relacioné con la izquierda nacional, conocí muchos y muy respetables marxistas. Por mi oficina transitaron infinidad de personajes latinoamericanos. Aprendí a conocerlos y a respetarlos. Creo que ninguno sobrevivió a esos trágicos años del golpismo.
Un día se legalizó a los partidos inclusive a los que se presumían marxistas. Empezaron a ganar elecciones, ninguna, pero la ley les otorgaba posiciones inicialmente en la Cámara de Diputados.
Y allí surgió un aspirante a algo, no sé si escritor, periodista, político o como buen mexicano, a sencillo aviador. Se llamaba Daniel Molina y creo que para mi fue la primera llamada de atención:
“Ahora sí que llegamos nos las vamos a cobrar todas juntas y algunas más”. Nunca explicó la fuente de sus agravios si como único empleo había servido como ujier en el gobierno capitalino