*Que el fiscal general se empeñe en acusar a alguien de un delito inexistente debería ser motivo suficiente para su remoción
/ Jorge Volpi /
Luego de una controvertida sesión de la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia en la cual su proyecto es tajantemente rechazado por sus colegas, la ministra Olga Sánchez Cordero se saca un as de la manga: ella misma lo hace a un lado y opta por retomar el que semanas atrás había sido presentado por el ministro Arturo Zaldívar y propone que se le otorgue un amparo liso y llano a Florence Cassez debido a las numerosas irregularidades durante su arresto y su proceso. Sorprendidos por esta medida, que algunos consideran irregular, tres de los cinco ministros votan a favor. Es el 23 de enero de 2013 y, luego de siete años, la francesa al fin es liberada y se apresura a regresar a su país.
Como he documentado en Una novela criminal, la razón última de que Florence Cassez e Israel Vallarta -quien continúa en prisión sin contar siquiera con una sentencia de primera instancia- hayan sido perseguidos con tanta saña era eminentemente política: más allá de la posible venganza personal que determinó su arresto, a partir de cierto momento Genaro García Luna, el entonces secretario de Seguridad Pública de Felipe Calderón, fue quien se valió de su inmenso poder para mantenerlos en la cárcel. Toda la fuerza del Estado en contra de dos individuos y sus familias solo para no rectificar. En un tardío -y aún incompleto- revés de la justicia, hoy García Luna también languidece en una cárcel, acusado de sostener vínculos con el narcotráfico, mientras su brazo derecho, Luis Cárdenas Palomino -el responsable directo de torturar a Israel y sus parientes- ocupa una celda en el penal del Altiplano.
Nueve años después de que este caso trastocara la actuación de la Suprema Corte, hoy esta misma institución deberá resolver otro asunto con el que guarda siniestros paralelismos. Como entonces, nos hallamos frente a una venganza personal en la que de nuevo el poder del Estado ha sido empleado contra dos mujeres, Laura Morán Servín y su hija Alejandra Cuevas. La primera, de 95 años, se encuentra hoy prófuga, mientras que la segunda se halla en prisión acusada de un delito que ni siquiera está tipificado en el ordenamiento penal mexicano. El responsable de esta nueva injusticia no es otro que el fiscal general de la República, Alejandro Gertz Manero, quien ha hecho cuanto ha podido para detenerlas y retenerlas en prisión.
Gertz considera que Morán Servín dejó morir a su hermano Federico, cuando ella era su pareja, al no proporcionarle los cuidados necesarios; asimismo, acusó a Cuevas de ser “garante accesoria” de la omisión, cuando nada en la ley establece que una hija esté obligada a encargarse de la pareja sentimental de su madre. Que el fiscal general, responsable máximo de la justicia en nuestro país, esté empeñado en acusar a alguien de un delito inexistente debería ser motivo suficiente para su remoción: ¿cómo confiar en un funcionario dispuesto a defender una violación a los derechos humanos tan flagrante? Pero es probable que su actuación no se haya limitado a eso: el caso había sido desechado por la Fiscalía de la Ciudad de México hasta que él ocupó el cargo y fue revivido de manera inusitada y, por si fuera poco, de acuerdo con las grabaciones filtradas de una conversación suya, habría tenido acceso al proyecto de sentencia de la Suprema Corte antes que la defensa y se habría encargado de presionar a varios ministros para votar en su favor.
Hace unos días, luego de desechar el proyecto del ministro Alberto Pérez Dayán que señalaba estas irregularidades, el Pleno de la Corte decidió abordar el fondo del asunto. Turnado al ministro Alfredo Gutiérrez Ortiz-Mena -el tercero en dar su voto definitivo a la liberación de Cassez-, su opinión se decanta por liberar de manera inmediata a Alejandra Cuevas y por eliminar la orden de aprehensión contra su madre. Todo indica que una mayoría de ministros -acaso todos- se decanten por el amparo liso y llano. El embrollo vuelve a demostrar que en México la justicia está siempre al servicio de los poderosos: unos y otros la tuercen y utilizan en su beneficio. Y, salvo en contadas excepciones, nadie paga por ello.