Fake democracia

Denise Dresser

“Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo sin sentido de futilidad irónica”, escribe el documentalista Errol Morris. Y eso es lo que está pasando en México en los tiempos de la Cuarta Transformación. El revisionismo histórico, la abdicación de la memoria, el olvido de las lecciones del siglo XX, para revivir los vicios del siglo XXI. López Obrador intenta reescribir la transición democrática a conveniencia con una reforma electoral que borraría años de luchas ciudadanas y conquistas históricas, libradas en las calles y en las casillas. AMLO intenta editar el pasado para expropiar el presente y adueñarse del futuro. Y aunque la reforma ojalá nunca sea aprobada, promocionarla es una forma de crear un ejército entusiasta a favor de la pseudodemocracia. Es una manera de movilizar a los mexicanos desmemoriados para que vuelvan a ser soldados del Presidente.

Como lo fueron durante décadas de priismo. Clientes en vez de ciudadanos. Complacientes en lugar de exigentes. Arrodillados ante la Presidencia imperial que les decía cómo pensar, cómo votar, qué creer y en quién. Acostumbrados a mimetizar la historia oficial y atentos a su propaganda. Hoy, AMLO le apuesta a la memoria corta de la población y a la lengua larga de la élite en el poder. Hoy, AMLO quiere promover la amnesia colectiva para promover una regresión disfrazada. Para que olvidemos esa noche lluviosa en 1997, cuando Cuauhtémoc Cárdenas y la izquierda que encabezaba ganaron la elección en la Ciudad de México. El Zócalo desbordado, la emoción palpable, el momento inédito. Después del fraude salinista, vino la reivindicación perredista. Luego de años de marchas y movilizaciones, reformas y negociaciones, produjimos el principio de elecciones competidas. Conceptos como “alternancia” y “gobierno dividido” y “división de poderes” y “transición” comenzaron a volverse realidad.

Los acólitos de AMLO harían bien en recordar que hoy no estarían en el gobierno sin nosotros. Mario Delgado, Claudia Sheinbaum, Citlalli Hernández y Pablo Gómez deberían reconocer que Morena no existiría sin nosotros. Sin la generación que peleó por el fin de la simbiosis partido-gobierno, la credencial de elector, la tinta indeleble, las boletas numeradas, la insaculación de los funcionarios de casilla, la equidad en el terreno de juego para que la izquierda pudiera ganar. Sin los hombres y mujeres ahora acusados de traidores a la patria porque se niegan a participar en la demolición de lo construido. Y sí, el edificio de la democracia electoral tenía muros demasiado altos, pasillos estrechos, los inquilinos no siempre cumplían las reglas, y el casero a veces se comportaba de mala manera. Sabemos y reconocemos los problemas producidos por la partidocracia, los errores cometidos por el Consejo General del INE, las trampas avaladas por todos los partidos, y cuánto cuesta mantenerlos. Pero la reforma electoral impulsada no busca componer una democracia descompuesta; quiere sustituirla por otra Fake democracia.

Como la que padecimos bajo el yugo de la dictadura perfecta. Con mayorías sobrerrepresentadas y minorías excluidas. Con un partido hegemónico que nunca pierde y varios partidos de oposición que nunca pueden ganar. Con la subyugación del Congreso y la mutilación del federalismo. Con un INE inexistente y un INEC capturado. Con una reforma ideada desde el poder para no compartirlo, en vez de una reforma emanada desde las oposiciones para asegurar que siga siendo así. Si, como argumenta el politólogo Adam Przeworski, “la democracia es partidos que pierden elecciones”, lo que Morena propone son cambios para asegurar que eso nunca suceda. Regresaríamos a la priización por la vía de la morenización. Retornaríamos a la era de elecciones de Estado por la ruta de un árbitro del Estado. AMLO propone expropiar al INE pero no para que sea nuestro, sino para asegurar que sea suyo. En 2024 y más allá.