** Rúbrica .
/ Por Aurelio Contreras Moreno /
La semana que concluyó será recordada como una de las más aciagas en la historia reciente de México.
La oleada de violencia que azotó a varios estados del centro, occidente y norte del país no puede considerarse como un hecho aislado, sino como un muy claro síntoma de la descomposición que aqueja a México en materia de seguridad, así como del claro fracaso de la política de tolerancia del gobierno de la República para con los grupos criminales, resumida en una frase del presidente Andrés Manuel López Obrador: “abrazos, no balazos”.
Los delincuentes respondieron no solo con balazos, sino con una refriega violenta que dejó al menos 260 personas asesinadas entre el 9 y el 12 de agosto pasados, así como diferentes agresiones a comercios y civiles que en varios espacios, privados y públicos, ya no se duda en calificar como actos terroristas.
Este clima de zozobra se produce en medio de la intentona del gobierno lopezobradorista por transferir por decreto el mando de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional, militarizando por completo una corporación que se aseguró se mantendría dirigida por civiles. Aunque valga decir que en los hechos, siempre estuvo militarizada.
Las fuertes críticas a la política militarista de la seguridad pública –entre las muchas actividades y rubros que por “gracia” de la “4t” ya controlan de por sí las fuerzas armadas- pasaron a segundo término una vez que desde la noche del pasado lunes comenzaron los hechos de violencia en Jalisco y se extendieron a Guanajuato, mientras aumentaba la presión oficialista para hacer ver como algo aceptable la militarización.
A la vez y por añadidura, creció el “sospechosismo” sobre la verdadera razón y origen de los ataques, ya que no se detuvo a ningún líder de las bandas criminales involucradas –contra los que supuestamente se armaron operativos del ejército- y en cambio, la peor parte se la llevaron establecimientos de una empresa a la que López Obrador ha criticado constantemente. Además de que la mayoría de los estados y ciudades que padecieron la violencia son gobernados por la oposición.
Es muy difícil probar que el propio Estado mexicano sea quien esté detrás de estos hechos, amén de que sería verdaderamente espantoso si así fuera. Sin embargo, su inacción, su indolencia o por lo menos su falta de capacidad de respuesta ante las bandas que aterrorizaron y asesinaron a población civil no es menos alarmante.
En realidad, la discusión sobre la militarización de las tareas de la seguridad pública en el país está rebasada. Con o sin decreto, con o sin reforma constitucional, esas labores están en manos de las fuerzas armadas desde el inicio del sexenio, como extensión de una estrategia que comenzó desde diciembre de 2006, al inicio de la administración de Felipe Calderón, y que ninguno de los dos gobiernos que le siguieron ha modificado en absoluto.
El problema de fondo es que la estrategia ha fracasado. Y lo ha hecho de manera rotunda durante el obradorato, cuyo número de víctimas por homicidio doloso supera las 130 mil. Al final, será éste el sexenio más violento de la historia del país.
Lo más aterrador es constatar cómo el Estado ha cedido paulatinamente ante los delincuentes, que prácticamente “gobiernan” en varios municipios del país. Para muestra, el brutal mensaje de la alcaldesa de Tijuana, Baja California, Monserrat Caballero, quien en un video pidió al crimen organizado “que cobren las facturas a quienes no les pagaron”, normalizando el cobro de “piso” y las consecuencias mortales para quienes no paguen. O lo declarado por la alcaldesa de Sayula de Alemán, Veracruz, Lorena Sánchez Vargas, quien denunció que un grupo delictivo lleva siete meses controlando las finanzas del Ayuntamiento, que le impusieron al secretario de Obras y al Tesorero y se apoderaron de las claves electrónicas y la chequera del gobierno municipal. Ambas ediles, de Morena.
La capitulación del Estado desde sus bases es la antesala para su caída. El terror, una estrategia para acelerarla.
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