Estrictamente Personal .
/ Raymundo Riva Palacio /
El 13 de septiembre pasado, Masha Amini regresaba a su casa en Teherán, tras visitar a su familia. Al salir del Metro, la policía moral iraní, llamada oficialmente Patrullas de Orientación, la detuvo y la acusó de no cubrirse el pelo con un velo (el hijab), y vestir pantalones de mezclilla en lugar de ropa holgada en los brazos y piernas. La policía la acusó de violar la ley, la metió en una patrulla y comenzó a golpearla en el mismo vehículo hasta dejarla en coma. Tres días después, en custodia de la policía, Masha Amini, en vísperas de cumplir 23 años, murió. Lo que sucedió no quedó en un incidente más de ese régimen teocrático y autoritario, ni tampoco en una estadística más de la represión, porque otras dos mujeres, Niloufar Hamedi y Elaheh Mohammedi, dieron a conocer la historia de Amini.
La represión no tardó en caerles encima. Hamedi, que trabaja para el periódico Sharg en Teherán, fue detenida siete días después por las fuerzas de seguridad del Estado, acusada por los Servicios de Inteligencia de haber publicado en las redes sociales una fotografía de Amini, lo que era falso, pues sólo difundió imágenes de su familia. Mohammadi, que trabaja para el periódico Ham-Mihan en la misma capital iraní, fue detenida el 29 de septiembre por viajar a la ciudad de Saqqez, en la provincia del Kurdistán, para informar sobre el funeral de Amini. Las dos fueron puestas en confinamiento solitario, pero la difusión de lo que sucedió con la joven kurda detonó una revuelta social en todo Irán.
Las protestas estallaron espontáneamente en todo el país, sensibilizado por las informaciones de Hamedi y Mohammedi, y tras la difusión de una fotografía circulada en las redes sociales de Amini, inconsciente en una cama de hospital, coreando el eslogan Jin, jiyan, azadi, que significa en kurdo Mujer, vida y libertad. Las grandes manifestaciones se dieron primero en las principales ciudades y luego se extendieron a comunidades más pequeñas, donde las mujeres quemaron sus hijabs. Las escuelas y las universidades pararon clases –los principales manifestantes son jóvenes–, el comercio cerró intermitentemente, e incluso la industria petrolera sufrió afectaciones. El equipo nacional de futbol que participó en la Copa del Mundo en Qatar se negó a cantar el himno nacional y en las tribunas gritaban protestas contra el régimen.
La violencia pobló las calles de Irán. Hasta el inicio de diciembre, de acuerdo con la agencia de noticias de Activistas de Derechos Humanos en Irán, al menos 458 personas habían muerto a manos de la policía, incluidos 63 niños, y más de 18 mil habían sido detenidas. Este mes el gobierno ejecutó al primer manifestante bajo el delito de “corrupción sobre la tierra” (efsad-fil-arz). Poco después, condenó a ser ejecutado a Amir Nasr-Azadani, considerado el mejor futbolista iraní de todos los tiempos –que vive en Dubái–, por apoyar a los manifestantes y urgir al Ejército a no permitir que el país “se cubra de sangre inocente”.
Gobiernos, instituciones y organizaciones sociales de todo el mundo protestaron por la violencia del régimen iraní, que impulsó a Estados Unidos a presentar un proyecto de resolución en el Consejo Económico y Social de la Organización de las Naciones Unidas, que integran 45 países, para expulsar a Irán de la Comisión de la Mujer por la falta de derechos de las mujeres en aquella nación asiática. El controvertido proyecto fue votado el miércoles y aprobado con 29 votos a favor, ocho en contra y 16 abstenciones, entre las que figuró la de México, que argumentó que la salida de Irán de un foro multilateral, como el de la mujer, no contribuía ni al diálogo ni a la cooperación internacional.
México expresó su condena por “cualquier” acto de represión y el uso desproporcionado de la fuerza, pero dijo que no era su expulsión la forma para expresar preocupación por lo que sucede en Irán, sino discutirlo en la comisión, si se considera que incumple con sus valores. “Un simple asiento vacío no contribuirá en nada a mejorar la situación de la mujer”, apuntaron los representantes mexicanos.
Expulsar a Irán era un asunto de principios, que dice siempre el presidente Andrés Manuel López Obrador que deben regir la conducta de los políticos. Removerlo por lo que su policía moral –ya desmantelada– hizo contra Masha Amini es una posición ética, la cual presume también tener el Presidente. Apoyar una acción de esta naturaleza contra los autócratas iraníes sí ayuda a ir ejerciendo presión contra aquel régimen y que sus actos contra las mujeres y represión tengan un costo cada vez más alto, porque bajo este criterio, por ejemplo, Sudáfrica seguiría viviendo bajo el régimen del apartheid, porque México no se habría sumado a las presiones internacionales para forzar a aquel gobierno autoritario a finalizar la segregación racial que allanó el camino a Nelson Mandela para ser presidente.
Pero una vez más, López Obrador escogió el lado de la historia de los autoritarios y dictadores, y de los regímenes donde para preservar el poder trastocan la legalidad, como en estos días donde ha defendido a ultranza al expresidente Pedro Castillo, quien para evitar un juicio político en el Congreso, violó la Constitución para disolver el Congreso y comenzar a gobernar por decreto.
Lo mismo hizo cuando extremistas de derecha asaltaron el Capitolio para descarrilar la victoria de Joe Biden en la presidencia, animado por el expresidente Donald Trump, solapando las acciones de quien llama “mi amigo”. Replicó su tendencia cuando el presidente Vladímir Putin invadió Ucrania. Y ante la consolidación de la dictadura de Daniel Ortega en Nicaragua, y la represión en Cuba.
Las acciones de López Obrador no son las de un demócrata, como presume ser, sino las de un autócrata, que asegura no ser. Sin embargo, el lado de la historia que ha escogido se inclina reiterada y consistentemente por los autócratas, no por los demócratas. Estos son hechos concretos, no palabrería mañanera barata.