Luis Eduardo Zavala de Alba
“La indiferencia legitima las arbitrariedades sociales”, decía el francés Pierre Bourdieu, uno de los más destacados representantes de la sociología contemporánea. Y podríamos agregar que el repudio es su fundamento. Para muestra, basta revisar la encuesta nacional patrocinada por Grupo Reforma y The Washington Post publicada el miércoles.
El estudio revela que el 55 por ciento de los mexicanos prefiere que los migrantes indocumentados sean deportados (sin importar su estatus migratorio, si son candidatos a refugio y, por ende, solicitantes de asilo, un derecho humano fundamental) y sólo el 7 por ciento quisiera que se les ofrezca residencia en el país.
El 64 por ciento considera que los migrantes son una carga para México y el 51 por ciento está a favor de utilizar a la Guardia Nacional para “combatir” la migración de centroamericanos. Nuestra percepción es la de un país que pareciera ser invadido por extranjeros, y peor aún, el discurso oficial es el de una “situación de crisis” que culpa a las personas migrantes.
Por el contrario, en la encuesta de Gallup este mes en Estados Unidos, el 76 por ciento opina que la migración es buena para el país. En términos de empleo, 56 por ciento no considera que tenga efectos negativos, y el 55 por ciento que favorece a la economía. Un dato a destacar es que el 61 por ciento se opone a la deportación de inmigrantes irregulares, contrario a lo que sucede en México.
Esto da cuenta de que somos un país cuyo discurso incluyente y de respeto a los derechos humanos está lejos de ser una realidad, y que en la práctica las acciones del gobierno y de la mayoría de los ciudadanos son de indiferencia, exclusión y repudio. Mientras, en Estados Unidos, donde el Presidente es abiertamente xenófobo y es acusado de racista, las acciones de sus ciudadanos son de inclusión y de apertura a la migración.
Quizá la única similitud radica en la militarización de las fronteras: ambos gobiernos y ciudadanos están de acuerdo en que reforzar la seguridad es una solución para frenar la migración. Esto nos lleva a considerar que hay una narrativa orientada a la seguridad antes que a los derechos humanos y al reconocimiento de dos principios cardinales del régimen del refugio: el derecho a solicitar asilo y el principio de no retorno (non-refoulement), esto es, el derecho de los refugiados a no ser retornados a un país en donde sus vidas o su libertad están amenazadas.
Somos nosotros los que nos hemos fabricado como enemigos a las personas migrantes. Es profundamente conmovedor el parangón del niño sirio Aylan Kurdi con el de los salvadoreños Óscar Martínez y su hija Valeria: ambos casos retratan el drama de los refugiados, al fin y al cabo migrantes que buscaban una vida mejor.
La crisis actual en Nuevo León nos acerca más a esta realidad. Por primera ocasión, sociedad civil, a través de las casas de migrantes, gobierno y academia habían trabajado juntos por una migración ordenada, segura y regular en el estado. Sin embargo, el discurso de una situación crítica y la imposición por la Cancillería de personas sin capacidad ni conocimiento llevaron a la titular del INM en Nuevo León, Gabriela Zamora, a renunciar por no estar de acuerdo con el discurso de odio y no permanecer indiferente ante arbitrariedades.
No se trata de aceptar a las personas migrantes y refugiadas, sino de asumir que quizá nos estamos convirtiendo en una sociedad xenófoba y discriminatoria, indiferente ante las arbitrariedades sociales. Se trata de que nuestras acciones muestran algo que quizá debemos reconocer: el Trump que todos llevamos dentro.
El autor es fundador/ director de Casa Monarca y profesor visitante en la Universidad de Yale.