Por Carlos Ramírez Vuelvas
Aunque Griselda Álvarez siempre aseguró que la revolución de las mujeres era la más importante para el siglo XX, fue demasiado prudente al definirse como feminista, a pesar de que también su obra intelectual es una constante afirmación de su visión del feminismo. Así se proyectó en la década de los Cincuenta, cuando participó en las manifestaciones que lograron que (entre los presidentes Adolfo Ruiz Cortines y Lázaro Cárdenas) el Sistema reconociera los derechos políticos de las mujeres.
Pero su trayectoria intelectual parece desmarcarse de los movimientos radicales de la Segunda Ola del Feminismo en la década de los Setenta. A cambio profundizó en el discurso político de su pensamiento poético, que (como sabemos) la llevaría a ser la primera mujer poeta en gobernar un estado de la República Mexicana.
Tal vez en ese momento matizó su feminismo, para adaptarlo a las condiciones de un Sistema terriblemente androcéntrico.
Su primer libro de poesía Cementerio de pájaros (1956) habría de leerse como una crítica a los conceptos tradicionales de hogar y de familia, desde la perspectiva del feminismo europeo (y luego estadounidense) que proclamaba “lo personal es político”. Es decir, entender y conquistar la definición del hogar y la familia desde las diferencias entre las mujeres y los hombres, como una primera batalla política del feminismo.
En sus siguientes libros permanecerá una crítica diferencial a las instituciones: Dos cantos (1959) propone una reescritura de la Revolución Mexicana, que incluya las agendas no atendidas por la revolución (las infancias, las mujeres y la provincia, por ejemplo); Desierta compañía (1961) cuestiona al sistema político institucional por su verticalidad deshumanizante; Letanía erótica para la paz (1963) empodera la visión femenina al poseer el cuerpo masculino desde un nuevo erotismo… (una fetichización del cuerpo masculino, como un acto de igualdad política),
En general, en esas coordenadas podríamos situar su obra intelectual, una reinterpretación diferencial de las políticas de la familia, de las instituciones políticas y de los cuerpos. Mientras escribía esos libros, complejizó el diseño de políticas públicas en sus cargos administrativos donde estructuró planes de trabajo desde una perspectiva feminista.
En la Dirección General de Acción Educativa de la Secretaría de Educación Pública creó escuelas de artes y oficios para mujeres, estrategia que luego intensificó en la Jefatura de Prestaciones Sociales del Instituto Mexicano del Seguro Social; en la Dirección General de Trabajo Social de la Secretaría de Salud, propuso como problema de salud pública la falta de guarderías. Atender a los hijos significa una presión emocional que no padecen los hombres, restando autonomía a las mujeres.
Cuando la política mexicana veía la realidad con el ojo derecho de los varones, la visión feminista de Griselda Álvarez desarrollaba políticas desde una perspectiva diferencial, que luego analizó en su permanencia en el Senado antes de ocupar la gubernatura del Estado de Colima.
Esas políticas trataban de comprender la asistencia pública como fundamento de la justicia y el bienestar social, cuidar la enunciación lingüística incluyente como expresión plena de la igualdad y, en general, cumplir las demandas sociales de las mujeres: diversidad, equidad, trabajo, representación, seguridad… En ese marco político fundamentó su plan de gobierno, que coronó con una obra pública que ennobleció la Calzada Galván y las rutas turísticas de Colima.
Con esa convicción planteó su proyecto feminista más ambicioso, reescribir la Constitución Política Mexicana. Interpretar la fuerza de esos matices metafórico simbólicos son preceptiva literaria. Por ejemplo, el lenguaje fáctico de la Ley suprime los valores subjetivos (y verdaderos) del efecto literario, pero la poesía profundiza en el sentido de la cultura en su versión del artículo 4 constitucional: “La Ley protegerá lo que es el uso,/ la costumbre, la lengua, la cultura,/ el desarrollo en toda su hermosura/ en los pueblos indígenas incluso.”
Difícilmente la política androcéntrica consideraría derecho ciudadano al “desarrollo en toda su hermosura” de la cultura (y qué penosa se lee la expresión en prosa), ni la reconocería como un bien del patrimonio sentimental, que también lo es.
La poeta diría: la ciudadanía tiene derecho a la verdad emocional de la cultura, sin que en esos valores interfiera una interpretación ideológica, porque la interpretación de los derechos constitucionales no debe adolecer de un cariz faccioso.
Esa integralidad humana nos la he enseñado el feminismo poético de Griselda Álvarez.