La otra reforma judicial .

/ Ana Laura Magaloni Kerpel /

Esta semana, Delia Quiroa, vocera de varios colectivos de madres y familias que buscan a personas desaparecidas en Tamaulipas, en una carta muy valiente y directa, pidió una tregua a los principales cárteles de la droga en el país. En concreto, les pidió tres acciones: 1) frenar las desapariciones, 2) entregar los cuerpos de las víctimas y 3) respetar a los colectivos que las buscan. La carta es estremecedora porque describe nítidamente el nivel de orfandad y desprotección en el que viven muchas de estas familias. No basta con sufrir una tragedia como esta -un ser querido desaparecido-, además, las autoridades encargadas de encontrar y castigar al responsable son indolentes, corruptas e ineficaces.

El sistema de procuración e impartición de justicia es la pieza más rota de esta tragedia, al punto que, según Delia Quiroa, esa pieza es la que debería unir a víctimas y delincuentes. “Ustedes y nosotros tenemos algo en común: somos abusados por nuestros gobiernos, ustedes cuando los detienen y nosotros como víctimas, que buscamos a nuestros familiares, al no tener quien nos defienda, porque ambos, víctimas e imputados, nos vemos obligados a realizar trámites judiciales que son una tortura interminable, además de muy costosos, y quienes sufren todo esto son nuestras familias”. El enemigo común: el Estado en el rostro de fiscalías y tribunales.

Los gobiernos locales y federal no quieren hacerse cargo, y prefieren mirar hacia otro lado, del fenómeno que está en el corazón de la violencia en México: las y los desaparecidos de la guerra. En el ras de tierra, las fuerzas de seguridad del país (marinos, solados, guardias y policías) están peleando una guerra en contra de las organizaciones criminales, lo que ha generado (y genera todos los días) muerte, dolor y rupturas sociales muy profundas y difíciles de sanar. El número de desaparecidos y de fosas clandestinas en el país es una de las manifestaciones más concretas de las consecuencias que ha tenido esta guerra que inició Calderón y que no se ha podido frenar.

Resulta muy llamativo que nuestra clase política, más allá de partidos e ideologías, nunca se haya propuesto realmente, desde que inició esa dichosa guerra, abrir las puertas de acceso a la justicia a las víctimas directas, es decir, las personas que matan y sus familias que las entierran. Son esas personas las primeras y más severamente agraviadas de la crisis de inseguridad que vivimos. En este sentido, lo menos que se esperaría de las autoridades es que, después de 3 sexenios, ya existieran las capacidades en las fiscalías y los tribunales de todo el país para dar una respuesta clara y efectiva a la demanda (inconmensurable) de justicia de quienes viven el calvario cotidiano de tener a un ser querido y cercano desaparecido. Esas puertas de acceso han permanecido cerradas. ¿Por qué? La clase política nos debe una buena explicación.

En el caso del Presidente, además, sería importante entender por qué propone que el centro de debate sobre la reforma judicial sea el método de designación de los y las ministras de la Suprema Corte y no, en cambio, alguno de los gravísimos problemas del sistema de justicia que padecen las personas en el ras de tierra. En el México del siglo XXI, dos décadas después de consolidar nuestra democracia, al frente del Ejecutivo federal y local no ha existido nadie que se haya propuesto construir de verdad (no rollo) las instituciones y los procesos que permitan atender eficazmente la enorme demanda de justicia insatisfecha que existe en los barrios más violentos y pobres del país. Es ahí en donde se gesta y se reproduce todos los días la orfandad y el desamparo frente al abuso y atropello de otros. La violencia es consecuencia inevitable de un tipo de orden social en donde el dinero (en la cima) y la fuerza (en la base) son los más importantes vehículos de protección frente al conflicto y la imposición. ¿Cómo hacemos para que sea la ley la que ocupe ese lugar? La reforma judicial debe ser posible pronto; politizar esa reforma simplemente es caminar en la dirección contraria.