Frida Mia Sofía, , la recién nacida que sí existió y murió durante el sismo 19S.

Frida Angélica Gómez

Frida Mía Sofía falleció el 22 de septiembre de la manera más dulce en la que alguien puede fallecer: en brazos de su madre.Frida Gómez

Este texto no es una justificación marometera al penoso caso de Frida Sofía, la niña del Rébsamen que hace un año mantuvo en vilo a México, rezando por su rescate con vida televisado bajo el acompañamiento de Danielle Dithurbide y que finalmente, era tan sólo una ilusión colectiva alimentada por la necesidad de rescatar todo lo que parecía estar perdido. 

Esta es la historia en primera persona y a título personal acerca de las pérdidas que,  sin derrumbes materiales, arrebataron todo también a una familia. A la mía.

Frida Mía Sofía nació un 21 de julio de 2017. Mi primera hija, deseada como ninguna, representaba paz, estabilidad y lucha en mi día con día, de ahí sus nombres. Fue en los primeros días de agosto, una madrugada de martes a miércoles antes de cumplir su primer mes de vida, que estando ya dormida de pronto, dejó de respirar.

Algunos médicos le llaman  “muerte de cuna”, otros simplemente lo determinan  como un paro cardiorrespiratorio, pero Frida dejó de respirar, sin explicación alguna. El hecho lo notamos de inmediato y sin titubear, corrimos al Hospital Infantil Privado, el más cercano, para pedir ayuda. Aún no temblaba pero el mundo, para mis primeros días de madre, ya comenzaba a derrumbarse. El sentimiento de culpa era gigante, y luchaba una especie de guerra con la incertidumbre y el miedo. Aunque no había razones para sentir culpa, el hecho de ser madre en un constructor heteropatriarcal, genera en las mujeres la sensación de que todo lo que suceda a nuestras hijas es culpa nuestra. Por acción, por omisión, por herencia, por genética, por destino … ¿Por qué a mí ?

Eso era lo que me preguntaba. Repasaba cada momento de la rutina anterior, cada hecho relevante. Le daba oxígeno durante el camino.

Al llegar, fue ingresada a urgencias y  comenzaban inmediatamente los trabajos  de reanimación. Tan sólo podía quedarse en la zona una sola persona, y en constructo de responsabilidad total para las madres, naturalmente era yo quien tenía que ocupar ese lugar. Me senté en el suelo con los cabellos en los dedos y sin entender, a ciencia cierta, lo que estaba sucediendo. Fueron cerca de diez minutos erráticos en los que pasaban mil pensamientos de todo tipo. ¿Sobreviviría Mía Sofía? ¿El padre de Mía Sofía pensaría también que era mi culpa? ¿Cometí algún error en el cuidado a Mía Sofía? ¿Hice algo que pudiera ocasionar lo que pasaba a Mía Sofía? ¿Pensarían en el hospital que hice algo a Mía Sofía? ¿Tendría que ir a la cárcel si Mía Sofía no sobrevivía? Vaya, se trataba de mi primera hija. ¿Qué debía hacerse cuando pasaba eso?

Al salir, Mía había recobrado el latido de su corazón gracias a una inyección de adrenalina, sin embargo, los segundos sin oxígeno habían generado una devastación en su organismo, al grado de que su cerebro tenía inflamación y sus órganos estaban afectados, aún no se sabía si de manera irreversible. Fue ingresada a la terapia intensiva de bebés, autin. Jamás había visto máscaras de oxígeno para bebés, ventiladores, y tantas máquinas y cables que se conectaban a ella. ¿Estaría sintiendo esa medicina agresiva que le transferían cada cierto tiempo? ¿Le ardía sentir los piquetes para el catéter que usaba? La razón de su intempestivo malestar aún era incierta.

El 7 de septiembre se vivieron los primeros  sismos, uno sucedió de madrugada. Desde aquel momento, el Hospital era una especie de primera casa, donde cada noche me encontraba hospedada mirando cómo crecía la niña que era Mía. En las calles traseras al WTC, una zona altamente sísmica, los movimientos se sintieron abrumadores, pero al menos en la Ciudad, no pasó a mayores. Mía Sofía se encontraba en coma, respiraba gracias a un ventilador y su cuerpo se reparaba poco a poco. No me despegué ni un segundo. Ese extraño motor llamado “esperanza” puede generar fuerzas increíbles.

Los días pasaron y la rutina de expectativa ya se había llenado de bautizos, rezos, religiones paganas como “Yoruba” que aseguraban ver en Mía a un “espíritu Abiku”, y otros apoyos espirituales a los que sólo una persona en desesperación puede recurrir, sólo por hacer todo lo humanamente posible.

El 19 de septiembre, muy temprano, salimos a tomar un baño y cambiar las ropas, que  hasta ese momento, tenían algo de simbólico en la esperanza diaria porque Mía Sofía pudiera despertar. Apenas resbalaban los pantalones, cuando un intenso movimiento amaño mi cuerpo contra el suelo de un sentón. Estaba temblando no sólo mi mundo, sino también, mi suelo, mi casa, mi colonia, mi Ciudad. Temblaba en México.

Una pantalla siguió el ejemplo y cayó, se escuchaban explosiones afuera y un  estruendo largo del edificio de Escocia, en la del Valle, que estaba cayendo. Me vestía llorando y gritando “Mi hija”, moviéndome como podía. “Se va a morir, mi hija”, repetía. “Se va a caer, se va a morir, mi hija”. Eso era lo que repetía.

Corrimos al Hospital y la ciudad estaba gris,  polvorienta, con nubes de escombros en las primeras calles. Había gente con sangre en brazos y frente, corrimos. El Hospital Infantil Privado había evacuado completamente el edificio; mi madre que siempre estuvo a un costado de la Terapia Intensiva, había quedado atrapada en un elevador. Al llegar a la habitación, se había cumplido la terrible profecía que me repetí todo el camino.

Frida Mía Sofía había muerto porque durante el movimiento, la incubadora donde dormía  que tenía rueditas, se había desconectado de los ventiladores que le daban vida. Dejó de recibir oxígeno, y su corazón dejó de latir. Enfermeras y doctores habían reingresado antes y estaban dando a Frida un masaje al corazón, con la esperanza de podernos dar unos minutos de despedida. La última, la definitiva.

En el estómago tenía el nudo más raro, el estruendo ensordecedor continuaba en mi cabeza. No escuchaba. No miraba, tan sólo sentía. Les pedí que se detuvieran en la resucitación manual y dejaran descansar a mi hija, Frida, que a casi dos meses de su nacimiento ya había enfrentado lo que muchas personas no pasan a lo largo de toda una vida. Por alguna razón que no es humanamente posible de comprender, su corazón volvió a latir. Esta vez, de manera inestable. En cualquier momento se iría de nuevo, sin retorno.

Frida o Dios o la Diosa o la energía, quisieron dar a nuestras vidas un último momento para decirnos que era cuestión de tiempo, que ya nos encontraríamos alguna vez, que me enseñó todo lo que debía aprender, que sentí amor infinito y que lo que me dio, nunca nada ni nadie me lo podría quitar. Que podía descansar, que yo estaría bien y que aún sin su cuerpo, mi amor por ella seguiría tan grande y tan vigente como el primer día que la vi.

Durante sus últimas horas de vida, en la televisión surgió la niña Frida Sofía, del Rébsamen. Un montón de buenos deseos, de rezos, de bendiciones, de petición a las deidades para que lograran rescatar a Frida Sofía se hicieron presentes en las redes. Todo el mundo rezaba por una Frida Sofía, que no era la mía pero que tampoco existía, pero estoy convencida que cada uno de los rezos que fueron destinados para ella, de cierta forma, invocaron a la mía sólo por el nombre.

Tantas fueron las coincidencias de las Fridas que también había una rescatista canina  llamada Frida, que acompañó las hazañas valientes de las autoridades. Todo eso le contamos a mi Frida, que su fuerza estaba inspirando y salvando vidas, que la misión asignada para ella en la Tierra tal vez estaba cumplida y que después de todos los terremotos y todas las devastaciones, volveríamos a estar bien.

Frida Mía Sofía falleció el 22 de septiembre de la manera más dulce en la que alguien  puede fallecer: en brazos de su madre. En un abrazo que más bien pareció, un arrullo de estrellas.