/ Jorge Volpi /
El desastre fue absoluto. Sin paliativos. Una catástrofe que, en las horas posteriores a la elección, algunos quisieron achacar a un fraude -copiando la estrategia de su principal enemigo en 2006 y atacando al INE que apenas unas semanas antes habían jurado defender- y que luego han querido achacar solo a la “elección de Estado” o a la intervención ilegal del Presidente. Aunque esto último sea cierto -en otra inversión de los papeles, López Obrador exacerbó las maniobras que Fox tramó en su contra-, la magnitud de la derrota de los partidos opositores, que quedaron reducidos a su mínima expresión en los últimos tiempos, se debe sobre todo a sus propias contradicciones y vicios y a una estrategia del todo ineficaz.
Ni el PAN ni el PRI -por no hablar del extinto PRD- entendieron las razones del triunfo de AMLO en 2018 ni la popularidad que ha gozado hasta el último día de su gobierno. Ni uno ni otro aceptaron, durante estos seis años, sus yerros fatales ni la responsabilidad que compartieron en la destrucción del país. Creyéndose moralmente superiores, apenas hicieron otra cosa que dibujar a la 4T como la responsable de todos los males del país sin asumir en ningún momento lo que uno y otro dañaron mientras estuvieron en el poder.
Tras su ya histórica debacle hace seis años, ni el PAN ni el PRI emprendieron el menor examen de conciencia con su propia y conflictiva historia. El PAN, que logró expulsar a su enemigo histórico de la silla presidencial luego de setenta años, malbarató su primer gobierno y, en el segundo, emprendió la acción más irresponsable y devastadora de nuestra historia reciente: la guerra contra el narco de Calderón. El detonador de una epidemia de violencia sin límites que, para colmo, fue orquestada por alguien que tenía vínculos con los criminales que proclamaba combatir: García Luna. Ninguna acción ha resultado más perniciosa para México y el PAN ha sido incapaz de purgar su culpa. El caso del PRI no es menos devastador: si ni en el 2000 sus dirigentes emprendieron la menor reforma interna, en el 2018 fueron aún menos autocríticos: nada para dejar atrás su pasado autoritario o su abrumadora corrupción.
En vez de fraguar un nuevo tipo de oposición, lo mejor que se les ocurrió a ambos partidos -cayendo en la trampa polarizadora de AMLO- fue ocultar sus crímenes, amalgamarse en una tosca alianza y enrocarse con un solo programa: atacar todo lo que viniera de la 4T. Ni con Xóchitl Gálvez -una candidata que, dígase lo que se diga, cumplió con lo que se exigió de ella- consiguieron lavarse la cara: tanto los peores cuadros del PAN -de un lado Marko Cortés y del otro la horda calderonista- como los del PRI -Alito Moreno y sus secuaces- manejaron la campaña y, en medio de peleas internas y ausencia de proyectos, la llevaron al caos.
¿A quién puede extrañarle que Alito insista en quedarse con lo que queda del PRI? ¿O que en el PAN no tengan la menor idea de qué hacer con su futuro? Que el PRI utilice las peores artimañas, incluso contra sus militantes, está en su naturaleza. Lo mismo que la incapacidad del PAN para asumir sus errores: de la guerra contra el narco a la unión con el PRI. A la irresponsabilidad de estos dos partidos le debemos, tanto como a López Obrador, el retroceso democrático que implican las reformas que este último está empeñado en aprobar antes del fin de su mandato.
Por más que Claudia Sheinbaum genere innegables esperanzas, su movimiento conserva los bacilos autoritarios de su fundador. Para que a partir de ahora México prospere, no solo se necesita que la futura Presidenta imponga la sensatez entre sus filas, sino una oposición consciente de su responsabilidad. Esa no estará, por supuesto, en el PRI de Alito -que apenas será otro buen negocio como el Verde- ni en un PAN controlado de nuevo por los calderonistas, sino en uno que vuelva a sus principios fundadores y se distancie de inmediato del PRI. Un PAN que, en vez de escorarse a la derecha, resucite su vertiente liberal y haga el trabajo de contención del gobierno que cualquier país democrático necesita.