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En el patriarcado del consentimiento que padecemos, los efectos tóxicos de la violencia simbólica sobre las mujeres están aún poco estudiados. Para el filósofo y sociólogo francés Pierre Bourdieu (1930-2002) que acuñó y desarrolló el concepto, la violencia simbólica consigue el sometimiento voluntario de unos sujetos respecto de otros, una operación que se realiza a través del proceso de socialización. El procedimiento integra en la personalidad del sujeto la estructura cultural y social, lo que permite naturalizar unas relaciones asimétricas de poder que se convierten en incuestionables, ya que el “sometimiento voluntario” es justificado por la propia persona sometida en la creencia que esa es la única vía dentro de un entramado de relaciones construidas con imposiciones, miedos e inseguridades.
Quizá esa sea la característica más destacable de esta violencia: tener el consentimiento de aquellos sobre los que se ejerce, incluso que a veces pueda surgir de ellos mismos, los grupos oprimidos. Esta turbadora procedencia se origina gracias al capital simbólico de unas sociedades que tienen capacidad suficiente para hacer pasar como natural la desigualdad. De ahí, que Bourdieu, en su ensayo La dominación masculina, entienda la “simbólica” como una violencia tremendamente eficaz pues se alimenta de las creencias y estereotipias que la sociedad interpreta como naturales garantizando así su conveniencia, es decir, las cosas son como son y no pueden ser de otra manera, y si lo fuesen, se trataría de algo patológico, anómalo y nocivo.
Otra característica no menos importante de esta violencia, es que las personas victimarias son siempre aquellas que detentan un poder económico y social, porque son ellas las que tienen la capacidad de difundir información y mantener un sistema que muestra a las mujeres como una suerte de “categoría inferior” y objetos sexuales o comerciales. Hablamos, pues, de un tipo de violencia subrepticia que funciona como el pegamento del sistema dominante, garantiza el control social sobre las mujeres y, junto a la violencia explícita o declarada, es una forma de retener y de someter al otro muy efectiva en la práctica, ya que transforma las relaciones de dominación y de sumisión en relaciones afectivas.
Hoy estamos en un momento en que las posibilidades para mantener y perpetuar de manera efectiva el sistema patriarcal a través de esta solapada violencia son más significativas que las de la violencia física, pues esta última provoca rechazo a la mayoría de la población, mientras que lo simbólico, impregnado de la visión androcéntrica del mundo, se infiltra en la vida de las mujeres de manera insidiosa desencadenando sobre ellas unos efectos perversos y, a veces, difícilmente reconocibles.
Las manifestaciones de violencia simbólica en nuestra sociedad son múltiples, ya que actúa en un contexto estructural muy amplio. Señalamos algunas de ellas:
Cosificación de la mujer. La simbolización del cuerpo femenino y también del masculino es usada en los productos culturales para construir situaciones desiguales y dicotómicas para unas y otros.
Así, mientras el modelo del cuerpo masculino es el del atleta, originario de la antigüedad grecolatina e ilustrado con la imagen de deportistas profesionales, o el del héroe potente, musculado y activo, vehiculado por los mass media, en el caso de las mujeres asistimos a la banalización y sexualización del cuerpo femenino, práctica que representa a las mujeres como objetos sexuales para el disfrute y la satisfacción de la mirada masculina, sin tener en cuenta su individualidad, inteligencia o capacidades.
En la publicidad, películas, programas de televisión y también en la música y el arte, es común encontrar imágenes que perpetúan la cosificación de la mujer. Se las muestra en poses sugerentes y sexualizadas, con cuerpos idealizados o en roles sumisos o pasivos, lo que refuerza la idea de que las mujeres son objetos de deseo y no personas con autonomía y derechos.
También en la red los atributos físicos de las féminas son los que priman a la hora de ocupar un espacio. En ese contexto vemos el morbo de la sociedad ante hechos que muestran a las mujeres de un modo sexualizado y cosificado, algo que directamente se puede traducir por disponibilidad sexual y no solo eso, la exaltación de la violencia sexual como, por ejemplo, ocurre en la pornografía (tema que merece un análisis más pormenorizado) ubican a la violencia simbólica en un sitial considerado como una de las mayores formas de violencia que se ejerce en la actualidad sobre las mujeres a escala planetaria. (En este sentido, sería interesante un análisis de cómo entendemos la libertad de expresión y sus límites)
¿Y qué decir de la moda femenina? Modas sexualizadas para mujeres jóvenes que presentan una feminidad acorde con el deseo masculino. La publicidad hace hincapié en que son formas de vestir en las que prima la libertad y la comodidad del cuerpo, pero ¿qué comodidad hay en unos pantalones que hay que ponerse con calzador y que oprimen como si fueran un corsé o en llevar el estómago desnudo cuando hace frío? Una exhibición del cuerpo femenino, maquillada de transgresión, que agrada a los varones y que convierte a las chicas en imitadoras de busconas. (Sobre este tema, ver https://ameliavalcarcel.com/wp-content/uploads/2015/07/dialnet-opinionpublicamediosdecomunicacioneimagen-3733876)
Esta cosificación de las mujeres las hace aparecer, a veces ante ellas mismas, como culpables de los hechos violentos que los hombres perpetran, sea porque se sostiene que ellas provocan dichos hechos por su modo de vestir, de comportarse o, de exponerse al andar sola por las calles a altas horas de la noche, o sea porque se entiende que con su afán de protagonismo y mostrándose “voluntariamente” como objeto erótico exasperan a los pobres hombres de forma que estos no pueden controlarse.
Lenguaje sexista. Las palabras tienen poder y dan sentido a nuestras vivencias y a cómo las representamos en el lenguaje. Desde edades tempranas, absorbemos patrones lingüísticos que perpetúan roles y expectativas de género. La construcción de lo genérico a través del lenguaje implica establecer categorías o componentes “apropiados” para cada sexo, lo que restringe la libertad individual y promueve la discriminación y la invisibilización.
Estereotipos culturales. Ejemplo clásico de violencia simbólica, los estereotipos son una simplificación y generalización de ciertos grupos culturales o étnicos. Pueden basarse en prejuicios históricos, falsas creencias o malentendidos y a menudo se transmiten a través de la cultura popular y son reforzados como clichés por los medios de comunicación y las interacciones sociales y pueden tener un profundo impacto en la autoimagen y la identidad.
Los tradicionales clichés sexistas ubican a las mujeres en papeles antagónicos como vírgenes o putas, ángeles o demonios, frígidas o ninfómanas, etc… Algunas de ellas, al ser reducidas a un conjunto limitado de características o comportamientos, se rebelan y entran en una espiral de descrédito, e incomprensión por parte del sistema, por lo que muchas otras entablan una lucha denodada por encajar en el molde impuesto por la sociedad para ser aceptadas.
Someter a las mujeres al mandato patriarcal es el objetivo principal de la violencia simbólica y en muchos casos consigue que ellas mismas se consideren “objetos estéticos”, cuya finalidad es suscitar admiración y deseo. Como dice Amelia Valcárcel, toda mujer es educada en la ley del agrado, aunque no sea consciente de ello. Esta presión constante atrae su atención hacia todo lo relacionado con la belleza, la elegancia, la estética del cuerpo, la indumentaria, los ademanes, no solo suyos, sino también de los miembros de la unidad doméstica. Así, toman a su cargo todo lo relacionado con la estética, la gestión de la imagen pública y las apariencias sociales de sus hijos e hijas, e incluso de los maridos, que delegan frecuentemente en ellas la elección de sus ropas, el preparado de sus maletas de viaje y la elección de las prendas que serán utilizadas. Y como extensión lógica de ese rol, también asumen el cuidado del hogar, su decoración, la organización de celebraciones, las invitaciones, con la finalidad de mantener las relaciones sociales y familiares… Una gestión que se traslada a las empresas y lugares de trabajo al confiárseles las actividades de recepción y acogida. Huelga decir que ello también requiere por parte de las mujeres “una atención extrema a la apariencia física y a las disposiciones a la seducción”.
Como se ve, los efectos de la violencia simbólica son demoledores para las mujeres. La naturalización del mundo androcéntrico como el único posible hace que las posiciones de sumisión de las mujeres sean percibidas como expresiones naturales de tendencias naturales.La incorporación de la relación de dominio como el único modus vivendi de quien la padece, permite a quien ejerce el dominio anular las posibilidades de elegir y de decidir con las que cuenta quien cede sus potencialidades sin saberlo.
Esto incluso nos lleva a preguntarnos por la posibilidad de que la persona sometida no se halle en condiciones de prestar su consentimiento a cualquier relación con el sexo masculino. El ejemplo de la mujer prostituida que afirma que ella elige libremente esa situación de explotación de su cuerpo es paradigmático. El hecho que quien se halla en situación de sometimiento no se conciba a sí mismo fuera del otro, plantea la duda sobre si puede invocar un “consentimiento” que la persona no está en condiciones de prestar.
El feminismo entiende que toda violencia ejercida contra las mujeres debe ser vista no solo en el contexto de una desigualdad material, sino en el contexto de una desigualdad sustantiva y desde esa perspectiva no podemos obviar la dominación simbólica que padecemos, solo buscando cómo refutarla y enfrentarla podremos desmontar y superar la sociedad patriarcal que tanto daño causa a las mujeres.
Fuente: https://tribunafeminista.org/2024/05/violencia-simbolica-una-poderosa-arma-contra-las-mujeres/