* Razones.
/Jorge Fernández Menéndez./
Toda la acusación que construyeron Alejandro Encinas, el fiscal Omar Gómez Trejo y Vidulfo Rosales, asesor de los padres de Ayotzinapa, está basada en los testimonios de sicarios de Guerreros Unidos (GU) que participaron en el secuestro y asesinato de los jóvenes, y que se convirtieron en testigos protegidos a partir de 2020, muchos años después de haber sido detenidos y de haber confesado sus crímenes, a cambio de obtener su libertad.
El problema es que las declaraciones son inverosímiles, no están sustentadas en pruebas y, además, son contradictorias con sus propias declaraciones, algunos de estos sicarios reconvertidos en testigos han tenido que brindar hasta once declaraciones distintas hasta poder ajustar sus dichos a lo que quería la fiscalía especial. Todo en vano, porque de sus dichos no hay una sola prueba.
El testigo apodado Neto es Ernesto Ramírez Gómez, y su primera declaración es del 22 de febrero de 2021. Ahí dice que otro sicario le dijo que había policías y soldados que trabajaban para GU y que este sicario le dijo que El Negro le había dicho que se llevaron las bolsas con restos de los jóvenes con “los verdes” porque estaban tardando mucho en quemarse. No recordaba ni cuándo ni cómo se lo habían dicho.
Dos años después, en abril de 2023, dice que no sabía de dónde eran los soldados que supuestamente trabajaban para GU, pero que suponía que eran del batallón de Iguala. Pasa otro año, en enero del 2024, súbitamente, Neto recuerda, nueve años después de los hechos, no sólo los rostros, sino también los nombres completos de los soldados que trabajaban para el cártel. Los reconoce de un álbum fotográfico que le proporcionó la Fiscalía, después de que se habían cambiado las medidas cautelares de esos mismos militares que identificó.
Carla es otro testigo estrella, se llama Carlos Leyva González. Dijo en su declaración de noviembre del 2020 que comenzó a trabajar con GU en 2010. Identifica a Sidronio Casarrubias como jefe del grupo y dice que para GU trabajaba un policía ministerial apodado El Guacho y que recibía la droga y las armas en Huitzuco, que los protegían policías ministeriales y estatales y un capitán del Ejército. Identifica a dos militares, a uno, dice, le decían El Boxer, vivía en la colonia El Capire: era chaparro, musculoso, tenía un balazo en el muslo. Ningún elemento militar de la zona coincidió con la descripción de El Boxer, quizá porque en otro momento Neto dice que no era militar, sino de la policía municipal.
En enero del 2021, Carla da otra declaración, en ella asegura que El Boxer era del 27 Batallón de Infantería y que levantaba gente en el Tomatal. Ningún elemento del batallón coincide con la descripción. El 6 de mayo declara una vez más: le muestran fotos, reconoce a unos policías municipales y de Tránsito, pero no identifica a ningún militar. Dos años después, en abril de 2023, ofrece otra declaración, ahora ya recuerda que colaboraban con el cártel no sólo El Boxer, sino también el capitán Crespo y otras dos personas, sólo los conoce por pseudónimos. Pasa otro año, en enero del 2024, al igual que el testigo Neto, repentinamente recuerda, de un álbum que le muestra la Fiscalía, a siete elementos militares, no sólo los recuerda perfectamente, recuerda sus nombres y apellidos y sus datos personales.
Ya hemos hablado ampliamente en otras ocasiones de las declaraciones contradictorias del testigo clave, Juan, Gildardo López Astudillo, El Cabo Gil, jefe de sicarios de GU. En su primera declaración, en septiembre del 2015, niega su participación en los hechos. Ese mismo día, más tarde dice que, como le ofrecieron beneficios en el MP, recuerda que ingresó en GU en 2013. Que el enfrentamiento con los estudiantes comenzó porque los identificaron como de Los Rojos. Que se los llevaron por órdenes de policías de Cocula e Iguala. Una semana después, brinda otra declaración, ahora dice que nunca fue miembro de GU, que fue torturado. Hace otra declaración y vuelve a negar estar involucrado en los hechos. En octubre de 2016 vuelve a negar cualquier participación, dice que estuvo ese día trabajando en un taller, que se dedica a vender ganado, oro y granos.
Pasan cuatro años, El Cabo Gil es asesorado por Carlos Beristain, del GIEI. Ahora, por primera vez, seis años después del secuestro, señala como integrantes de GU al general Saavedra, jefe de la región militar, al capitán Crespo y a otros militares. Dice que los jóvenes fueron detenidos por militares y que se los llevaron en camionetas del ejército al batallón de Iguala y que los cuerpos destazados de los estudiantes fueron incinerados hasta el 28 de septiembre. Que los militares fueron a secuestrar a los estudiantes en la clínica Cristina, pero, como había mucha gente, no se los llevaron. Que también participaron militares del 41 Batallón de Infantería. Ese batallón estaba desplegado en otro rincón del país. Cuando una patrulla militar fue a la Cristina no había nadie, sólo los estudiantes.
El Cabo Gil, cada vez que se estancan las acusaciones, hace nuevas declaraciones: una en 2020, otra en mayo del 2021, donde ahora recuerda con nombre y apellido a militares. En diciembre del 2021 reconoce en fotos de la Fiscalía a más militares y en junio del 2022 dice que tenía relación personal con el capitán Crespo, con el que, incluso, se iba a tomar unos tragos después de entregarle dinero. En otro momento dice que, en realidad, el dinero lo entregaba otro, un tal Mugres.
Lo cierto es que tampoco proporciona una sola prueba. Para recordar los hechos, Gil necesitó once declaraciones distintas y contradictorias a lo largo de diez años. Fue el fin del caso Ayotzinapa que construyeron en la anterior fiscalía especial.