- El Ágora .
/ Octavio Campos Ortiz. /
En la década de los ochenta Guatemala sufrió una enorme violencia política y los kaibiles -soldados de élite del ejército centroamericano-, reprimieron a la sociedad civil, especialmente a la población rural, lo que provocó un éxodo de cientos de familias que buscaron la protección de autoridades y familiares mexicanos para sobrevivir y salvar algunas pertenencias. Inicialmente, la gente salió poco a poco, casi en operación hormiga, para cruzar la porosa frontera sureña, pero en la medida que los despiadados militares arrasaban comunidades y pueblos enteros, se dio una fuga masiva de desplazados que buscaban, no recuperar o defender sus tierras, sino poner a salvo a sus familias, especialmente a sus hijos.
Ante la necesidad de dar asilo a las víctimas de las dictaduras militares y el inesperado flujo migratorio de cientos de familias guatemaltecas, el gobierno de México creó en 1980 la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR), la cual otorgó asilo o refugio por razones humanitarias a todos los trashumantes que huían de la violencia política en su país provocada por golpes de Estado o cuartelazos.
Tal vez el gobierno mexicano pidió limosna para dar caridad, pero se ejerció un fondo para dar albergue, comida, servicios de salud, educativos y hasta trabajo a quienes buscaban la paz perdida en su nación.
Inicialmente, municipios de Chiapas como Cuauhtémoc o Hidalgo, en la zona del Suchiate, dieron cobijo a las familias chapines. Ante la nula posibilidad de que a la brevedad regresara la democracia al país vecino, se optó por dar asilo permanente a los refugiados y no solo se construyeron pequeñas localidades con viviendas, agua, electricidad y zonas comunitarias donde niños y adultos recibían atención médica -si requerían de hospitalización eran trasladados a los nosocomios regionales del IMSS-Solidaridad- y educación primaria en escuelas de la zona; el apoyo alimentario lo proporcionó CONASUPO -más eficiente que SEGALMEX-, e incluso los jefes de familia fueron contratados como peones o trabajadores agrícolas en las propiedades o haciendas de los chiapanecos.
En aquel entonces, se pretendía desmontar los cerros que cubrían las ruinas de la majestuosa zona arqueológica de Edzná, con su gran Acrópolis y edificio de cinco pisos, descubierta en 1906, pero permaneció ignoto el lugar por años. Trabajadores centroamericanos se trasladaron con sus familias a Campeche y dejaron al descubierto este magnífico sitio arqueológico solo superado por Calakmul.
Cuatro décadas después la historia se revierte. Ahora son comunidades campesinas chiapanecas quienes huyen al país centroamericano por la violencia que desplaza y mata a mucha gente inocente. No son Kaibiles, sino sicarios del crimen organizado o grupos delincuenciales locales que se disputan territorios, mercados para la droga, el comercio de personas, incluidos los migrantes, o hacerse de propiedades para establecer centros de acopio y distribución. En los ochenta la represión la ejercían militares en la mayor parte de América Latina, hoy ante autoridades que han perdido la gobernanza en el estado y la pasividad de un Ejército que se resiste a hacer uso legítimo de la fuerza, los chiapanecos más pobres están en estado de indefensión. Con un gobernador anodino que no gobierna, militares que llegan tarde para evitar masacres y una autoridad federal que les aconseja no se peleen entre paisanos -en Palacio Nacional creen que los conflictos son por tenencia de la tierra, motivos religiosos o usos y costumbres, cuando en realidad se perdió el Estado de Derecho e irrumpió el crimen organizado para controlar narcotráfico, trata de personas, extorsión y despojo de propiedades-, más de mil mexicanos optaron por solicitar asilo al gobierno guatemalteco o refugio con familiares ante la ola de violencia que ha dejado cerca de 200 mil mexicanos muertos.
A cuarenta años de distancia, se agiganta la figura de Miguel de la Madrid, quien tuvo la sensibilidad y voluntad política para atender el problema migratorio y rescatar a centroamericanos que huían de la muerte, sin que ello se convirtiera en un problema de seguridad nacional, como sucede hoy con las caravanas latinas.
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