*La inmaculada percepción .
/ Vianey Esquinca /
La discusión de la reforma judicial ha alcanzado niveles de desvergüenza que desafían, incluso los estándares ya flexibles de la política en el país. Los morenistas, quienes prometieron una transformación que cambiaría el rumbo de México, ahora están concentrados en envolverle a Andrés Manuel López Obrador su último regalo de sexenio. Sin remordimiento y mucho menos pudor, han decidido que la mejor forma de ganarse el aplauso final del Presidente es aprobar una reforma que, dicen, transformará la justicia en México. No importa si esa “transformación” tiene más de lobotomía que de cirugía reconstructiva; lo esencial es demostrar lealtad absoluta y, de paso, dejarle a la próxima administración un tatuaje en forma de amlito que le recuerde una y otra vez que, si se aprueba esta aberración legal, tendrá un gobierno minado.
Por ello, no sería raro que, en su casa, entre reunión y reunión, la presidenta electa Claudia Sheinbaum tenga un altar improvisado donde pida que ninguno de los 43 senadores de la oposición se eche para atrás a última hora y así detengan la reforma aprobada por la Cámara de Diputados. En el fondo, debe saber que el mejor escenario para su gobierno es que ésta no pase y no tenga que lidiar con reacciones del mercado, paneles internacionales, falta de inversiones, baja de calificaciones y todo un bonito abanico de consecuencias.
Entre las declaraciones desquiciadas de todos los partidos, el Congreso se ha convertido en La Casa de los Rabiosos. Por un lado, los morenistas hacen alarde de su mayoría conseguida con la complicidad del INE y del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Mientras tanto, la oposición busca desesperadamente mantener el bloque de los 43 senadores que podrían hacer el milagro. Por eso, la senadora panista de Aguascalientes, María de Jesús Díaz Marmolejo, decidió dirigir un “discurso motivacional” a sus compañeros: “Al güey que no vote en contra lo linchan al pendejo… que lo agarren a chingadazos y le den con todo al güey que no vote en contra de esta reforma”. Una declaración que suena más a arenga de cantina que a discurso político, pero que refleja la histeria colectiva que se ha instalado en el debate.
En medio de este caos, el Presidente tabasqueño, tocando la lira desde Palacio Nacional, sabe que si pasa la judicial se coronará como el que venció a todos los poderes fácticos; si no, tendrá la narrativa perfecta para seguir culpando a “los de siempre” de todos los males que aquejan a México. Reformador o mártir, pero siempre buscando raja de todo.
El gran problema de esta discusión no es sólo la reforma en sí, sino lo que representa: un último intento del tabasqueño y su séquito de imponer su visión, de dejar un legado que asegure que, pase lo que pase en las próximas elecciones, su sombra siga proyectándose sobre México. Y para ello, están dispuestos a todo, incluso a desmantelar lo poco que queda de la institucionalidad en el país.
Los morenistas ven la oportunidad de quedar bien con su líder antes de que termine la función. No importa si para ello tienen que pisotear principios que alguna vez dijeron defender. No importa si tienen que arrastrar al país en su frenético intento de consolidar un proyecto que, al final, parece más interesado en el poder que en la justicia.
Mientras tanto, los mexicanos, acostumbrados a los desvaríos de su clase política, observan el espectáculo con escepticismo, más entretenidos por La Casa de los Famosos que por La Casa de los Rabiosos del Congreso.