Paralaje.
Liébano Sáenz.
El país, desde su origen, ha estado en la búsqueda de la piedra angular para salir adelante. Tragedia, humillación, pérdida de territorio y violencia dieron lugar al régimen del caudillo, Porfirio Díaz. Después la revolución y su secuela condujo al presidencialismo y al partido hegemónico. Al cierre de siglo XX el país se abrió a la democracia e inauguró la centuria con la alternancia en la Presidencia de la República. México arribó a la democracia liberal, pero la democracia no llegó a las entrañas de la sociedad mexicana, así que hemos tenido una democracia sin ciudadanos y sin élites que interioricen los valores y principios del nuevo paradigma.
La desilusión con la democracia y sus instituciones llegó porque no se dio lugar a una condición básica para la nueva convivencia: la legalidad. El pragmatismo se impuso a los principios. Lo bueno es que se construyeron instituciones, las libertades cobraron factura de ejercicio genuino, la economía transitó a la estabilidad, pero la impunidad se fue extendiendo, lo que provocó que la violencia criminal y la corrupción ganaran terreno. La respuesta ha sido el descontento y el desencanto.
La situación nos ha llevado a perder el aprecio por lo alcanzado. Las instituciones básicas de la democracia padecen su peor descrédito. Los medios de comunicación viven su propia crisis, y su tarea de escrutinio al poder no cobra fuerza en la opinión pública. Los mexicanos de ahora, más que antes, desdeñan lo fundamental de las instituciones de la democracia y abrazan la vieja idea de que es mejor un gobierno fuerte, sin límites y sin contrapesos.
La valoración crítica del gobierno actual y del presidente López Obrador, con frecuencia, desestima lo que está ocurriendo en la sociedad. Por eso no se entiende el elevado respaldo popular que tiene el mandatario a pesar de los resultados insuficientes. La conexión del líder con la sociedad es más profunda de lo que se supone. El reto para él es que esta conexión es personal, no institucional. Ni siquiera su partido cobra valor o interés, como sí ocurría en el pasado. Hoy como nunca se vive un ejercicio personalizado del gobierno, de la política y de la responsabilidad de Estado.
Considero que el desafío y la oportunidad mayor de esta generación consiste en arribar a la legalidad plena. Aunque el presidente no muestra inclinación por el ejercicio institucional del poder, su liderazgo, la imposibilidad para lograr los compromisos de crecimiento y distribución de la riqueza, así como el ciclo temporal del ejercicio del gobierno, pueden llevarle a ser el promotor histórico de un auténtico estado de derecho. Si la tarea se enfoca en abatir la impunidad en todas sus expresiones, la meta es alcanzable y, si lo que quiere el presidente es conducir el país a un punto de quiebre histórico, ése es el camino.
La situación del país no da para mucho: el voluntarismo muestra sus límites. La economía no crece sólo porque el presidente se lo proponga; tampoco porque cuente con la adhesión de las cúpulas empresariales. Las decisiones gubernamentales son la fuente de los problemas, las que generan desconfianza y acrecentada incertidumbre, sin ignorar las inercias negativas heredadas, especialmente en materia de deuda y del deterioro de Pemex.
Lo mismo ocurre en materia de seguridad. El gobierno no ha mejorado las cosas porque se requiere mucho más que el esfuerzo propio para que las cosas cambien, particularmente cuando se producen señales que afectan la moral de las fuerzas del orden y otras que alientan a lo peor de la criminalidad. Desdeñar lo que se recibió no ha sido lo más inteligente. Las insuficiencias y los problemas deben reconocerse y corregirse, pero no se puede partir de cero bajo la muy discutible tesis de que todo estaba podrido.
La calidad del gobierno se ha afectado. En el sistema de salud es más evidente que en el de educación, pero ambos registran preocupantes y sensibles problemas. No es suficiente la probidad: también se requiere que las cosas funcionen, que haya capacidad de respuesta y que ésta se ofrezca a partir del interés general. El presidente tiene el respaldo mayoritario de la población, pero a esto se debe corresponder con resultados y con un compromiso compartido por todo su equipo para gobernar bien, con estricto y genuino apego a la ley.
Un sexenio es mucho tiempo y a la vez poco: días largos —como el jueves pasado, cuando el centro de la capital del país estuvo en manos de grupos que causaron daños y destrozos a edificios públicos y privados— y meses muy cortos. El presidente López Obrador, a partir de la realidad que se manifiesta a poco menos de un año de su mandato, debe hacer un balance con perspectiva de lo que habrá de presentarse en lo que resta de su administración. Su determinación por servir al país no está en duda; sí el método y la ausencia de estrategia. La voluntad cuenta (y mucho), pero, además de popularidad, se debe tener claridad con respecto a que el histórico tránsito a la legalidad está al alcance y puede ser el cimiento más sólido del futuro deseable.