*Zurda .
/Ruth Zavaleta Salgado./
¿Si el poder político no sirve para transformar la vida de los ciudadanos para bien, entonces, para qué se quiere? En 1947 se reformó el artículo 115 de la Constitución para mandatar que, en las elecciones municipales, además de los varones, las mujeres pudieran votar. Dicen algunas malas lenguas que fue para que las mujeres aprendieran a emitir su voto en las urnas antes de participar en una elección federal, toda vez que, posteriormente, el 17 de octubre de 1953, se reformó el artículo 34 para reconocer el derecho de ciudadanía de las mujeres a partir de los 18 años si fueran casadas, o a los 21, si fueran solteras. Así, teóricamente, a partir de entonces, las mujeres podían votar y ser electas para los cargos de representación popular. No obstante, comenzaron a participar hasta que hubo elecciones, es decir, en 1955. Además, pasaron varios años para que las mujeres lograran tener acceso real a los cargos de elección, porque los partidos políticos, desde 1946, eran los únicos que podían registrar candidaturas y no impulsaban las de las mujeres.
Fue la sentencia SUP-JDC-12624/2011 y la reforma constitucional del 2014, factores fundamentales para que las mujeres, desde hace dos legislaturas, lograran tener una presencia paritaria en el Poder Legislativo, ya sea en el Congreso de la Unión o los Congresos locales (incluso, en algunos tienen una presencia hasta de 70%), asimismo, una presencia creciente en las titularidades de las 2 mil 476 alcaldías de las 32 entidades federativas, desde la elección intermedia de 2015.
Lamentablemente, a pesar del crecimiento de la presencia femenina en esos espacios de poder, la discriminación y la violencia contra las niñas y mujeres siguió prevaleciendo. Es decir, el hecho de que haya más mujeres ejerciendo el poder político, no quiere decir que haya una mejoría sustancial en la vida de las mujeres, por el contrario, algunas problemáticas son mayores, por ejemplo, si revisamos los datos de violencia homicida y feminicida, las desapariciones forzadas, la violencia familiar y los delitos contra la libertad y seguridad sexual, podemos darnos cuenta que, proporcionalmente, crecieron más la comisión de estos delitos contra las niñas y mujeres que contra los hombres en estos últimos años.
Ciertamente, tampoco se puede negar que la agenda en favor de la igualdad sustantiva de las mujeres es más relevante ahora que hay más legisladoras en la Cámara de Diputados y el Senado pero, lamentablemente ni el presupuesto etiquetado de igualdad de género (desde el 2008 a la fecha ni las reformas constitucionales (paridad política y paridad total) ni la creación de nuevas leyes (por ejemplo, la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia); o creación de nuevas instituciones tanto federales como locales (por ejemplo, el Conavim, o el Instituto Nacional de las mujeres y los locales en cada estado) ni la mayor presencia de gobernadoras, ha alcanzado para frenar la discriminación y la violencia y para avanzar en la igualdad sustancial de las mujeres.
Tal vez, esto se deriva del hecho de que, si bien es cierto, hay más mujeres en los espacios de poder, no quiere decir que ellas puedan tomar las decisiones a favor de la igualdad de las mujeres, incluso, si pueden tomar decisiones, no necesariamente lo hacen con base a impulsar acciones con perspectiva de género.
En ese contexto, hoy después de siete décadas que se reformó la Constitución para reconocer los derechos políticos de las mujeres y que Claudia Sheinbaum logró ser titular del Poder Ejecutivo, puede ser que la política de igualdad de género se convierta en una verdadera política pública de Estado, que incluya acciones desde los tres órganos de poder político (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) y los tres niveles de gobierno (federal, estatal y municipal) y, sobre todo, que incluya la participación incluyente de todas las mujeres que ejercen cargos de elección popular. ¿Se podrá o sólo será una utopía?