Eulalia. La realidad de sobrevivir a la esclavitud y trata de personas.

*Escrito por Arantza Díaz .

21.10.2024 /CimacNoticias.com/ «Yo no crecí con mis papás, a mis 3 años me dejaron con mi abuelita y desde aquí empieza mi historia«, dice Eulalia de Jesús.

Las mujeres jornaleras agrícolas pertenecen a uno de los sectores laborales más precarios y con mayor violencia en México. En el país existen más de dos millones de personas que trabajan por el jornal en el sector agrícola, de las cuales 12.7% son mujeres.

Esta es la historia de Eulalia, mujer rural, campesina, hoy a sus 38 años, Eulalia de Jesús ya ha terminado la primaria, tomó cursos como terapeuta en masajes, estudió maquillaje profesional y se prepara para convertirse en quiropráctica.

Ella sobrevivió a la explotación sexual y laboral, así como a la esclavitud.

En México, un aproximado de 850 mil personas se encuentran bajo un régimen de esclavitud moderna, según señala el Global Slavery Index 2022, de la Organización Internacional del Trabajo. Esto coloca a México en la posición número 13 de los países con mayor trabajo forzado de la región sólo debajo de naciones como Guatemala, El Salvador, Haití, Jamaica o Nicaragua.

La OIT advierte que, si se realiza una sumatoria de los 3 países más poblados de la región, Brasil, Estados Unidos y México, entonces, se infiere que 3 de cada 5 personas en situación de esclavitud provienen de alguno de estos 3 países. En contraparte, es Canadá, Uruguay y Chile los 3 países con las acciones afirmativas más exitosas para erradicar cualquier forma de explotación en la región.

De acuerdo con el órgano internacional, los motivos que propician la esclavitud son la inequidad, la discriminación en razón de género e inestabilidad política. Se observa que estos 3 puntos han golpeado con mayor fuerza a dos países: México y Colombia.

Producto de estas 3 violencias estructurales, es común el fenómeno de «host household» que se refiere a aquel donde la familia entrega a 1 o más hijas (con mayor incidencia) para la explotación en servicios domésticos y tráfico sexual, con ello, aumenta exponencialmente la vulnerabilidad de abuso y violencia sobre las niñas y adolescentes, mayormente, de zonas rurales, indígenas o comunidades migrantes.

Esta vulnerabilidad «de actitud patriarcal que oprime a las mujeres y que contribuye a su desprotección desde el sistema judicial«, según la Organización Internacional de Trabajo, propicia que México suba peligrosamente en el ranking de «Nivel de vulnerabilidad de esclavitud moderna», ocupando el puesto número 4 en la región con un porcentaje de vulnerabilidad del 58%, sólo por debajo de Honduras, Venezuela y Haití.

Fuente: Organización Internacional del Trabajo

Todo ello, a pesar de que el trabajo forzado se encuentre estipulado de forma manifiesta en la Ley General para Prevenir, Sancionar y Erradicar los Delitos en Materia de Trata de Personas y para la Protección y Asistencia a las Víctimas de estos Delitos; un contrapeso que, en teoría, abona en la erradicación del trabajo forzado de mujeres, niñas, niños y adolescencia y que termina luciendo escueta ante los números rojos del Global Slavery Index.

Eulalia, es originaria de San Jerónimo de los Dolores, San José del Rincón, estado de México, Eulalia o Lalis, como le dicen sus amigas, ha encarado la negligencia sistémica, la explotación laboral y peleado a puño cerrado desde sus primeros años de vida; no como un manifiesto romantizado de la resiliencia, sino más bien, como un acto de supervivencia.

Jornalera y campesina, Eulalia tenía 5 años cuando comenzó a trabajar; se despertaba a las 3 de la mañana y volvía a casa cuando el sol se había ocultado. Le dolían los pies, especialmente, en invierno, cuando caminaba hasta 4 horas para recoger leña y la escarcha del pasto le congelaba la planta de los pies.

Una vez cultivado el frijol, maíz, cebada y haba, Eulalia iba con su abuela y tíos a realizar el trueque; ella llevaba, por ejemplo, el maíz y a cambio, le daban un pollo. Según su abuela, todo su trabajo era para ganarse un taco y si algo salía mal, entonces, no había comida para ella.

Durante su trabajo sufrió un abanico de accidentes, pero el que trae a la memoria, es aquel donde cayó con fuerza sobre sus rodillas y le brotaba la sangre; nadie se acercó a cuidar de ella, a preguntarle si estaba bien o a pedirle que fuera a casa a descansar. Eulalia, de 5 años, se levantó y siguió trabajando.

¿Te pusiste algo en tu herida? Sí, responde en entrevista, me puse la grasita de la vela que ya usaba para hidratarme la piel y luego, agarré barro y también me lo puse, en mi cabeza, como se hacía duro, iba a poder sellarme la herida, porque era muy profunda.

«A mí me rentaban»: Del campo al norte de la Ciudad de México

Eulalia no sólo se desempeñaba apoyando en el campo, sino también, cumplía una doble jornada en la casa; lavaba la ropa, echaba las tortillas, limpiaba la casa y hacía la comida, esta última, uno de los aprendizajes más crueles, pues cuando algo no salía bien, era castigada con golpes y quemaduras en las manos.

Paralelamente, la abuela la llevaba a diferentes casas que requerían de apoyo. Ahí Eulalia trabajaba limpiando por hora y el dinero, se lo daban por adelantado a la familia: «Nunca vi nada de ese pago, me dolían las manos, los pies y los pulmones por el frío, la espalda y luego, sin comer», recuerda en conversación con Cimacnoticias.
En un pasaje concreto, Eulalia hace una pausa en su historia y comparte:
«A los 5 años fui abusada por mi tío, lo dije a mi abuela pero me golpeó, me arrastró por el patio hasta que me ensangrenté. Le dije a mi mamá también, y fue lo mismo».

Continúa narrando que, en su casa, las mujeres no tenían motivos para ir a la escuela, pero tras insistir, se le permitió inscribirse en la primaria de la comunidad. Al interior de este espacio, se gestaba aún más violencia, según comparte Eulalia, los maestros la golpeaban con las reglas de medición, la enviaban a comprarles comida, no le daban clases y frecuentemente, era agredida por no llevar el material que le exigían las clases, ello, a pesar de comentarles que no tenía recursos para costearlos.

En tercer año de primaria, la madre de Eulalia de Jesús apareció en su vida, se disculpó y prometió llevarla de regreso a su hogar; donde estarían sus hermanas, hermanos y su papá. A este momento, ella lo nombra: La pesadilla.

El trabajo forzado se recrudeció, preparaba la comida, recogía la leña, hacía las tortillas y lavaba la ropa. Explica que se sentía como estar esclavizada, sin recibir nada a cambio, en el cuerpo a manos de su madre quien, además, la dejaba sin comer.

Eulalia había decidido dejar de estudiar a los 10 años, cuando iba en quinto de primaria. No había nada que la escuela pudiese ofrecerle y las carencias en casa sólo se acrecentaban.

La oportunidad que necesitaba

Todo cambió cuando una maestra le preguntó si alguna de sus hermanas mayores se podía ir a trabajar a su casa, pues pronto tendría a su bebé y necesitaba alguien que la ayudara. Eulalia se ofreció, le explicó que iba a dejar de estudiar y que le sería de mucha ayuda, después de todo, había trabajado la mitad de su vida.

Esa fue la oportunidad perfecta para huir de la escuela, su casa, hermanas, hermanos y de una tristeza que, refiere, siempre sentía en el pecho.

«Así empecé a trabajar en la casa de esta maestra, ahí cocinaba, lavaba los trastes, trapeaba, lavaba la ropa, limpiaba los corrales de los animales, cortaba el rastrojo. Trabajaba en otra comunidad, a una hora y media de mi casa.
Ahí estuve medio año aproximadamente, en ese entonces, me pagaban 300 pesos a la semana. Con ese dinero, yo le decía (a la maestra) que me lo guardara porque yo pensaba en mis hermanos más pequeños, y una vez ahorrado, se lo daba a mi mamá. Todo se lo di a ella.»

Este episodio de su vida lo reconoce como uno con mucha alegría. Estaba feliz, pues la maestra la trataba con respeto y siempre había comida caliente para ella.

Tras seis meses de trabajar limpiando corrales, aseando la casa, limpiando pisos y lavando la ropa, Eulalia regresó a casa, algo que duraría apenas una semana cuando un tío lejano llegara a la casa (a la chocita, más bien, corrige Eulalia) solicitando a una mujercita, pues en la ciudad, una pareja necesitaba quién les ayudara en el hogar. «Pues aquí está esta», dijo la mamá de Eulalia señalándola.

Eulalia se preparó, se subió al auto y emprendió su camino rumbo a la Ciudad de México. Esa fue la primera vez que salía del estado de México y llegó al norte de la capital, a las faldas del cerro de las antenas: Cuautepec barrio alto.

La casa en Cuautepec: Trabajo forzado, limpieza y la lucha por la libertad

En la ciudad, Eulalia conoció a Pepe y a su esposa, una pareja que la había contratado para apoyarles en la casa, especialmente, en el lavado a mano de ropa que tomaba buena parte del día por la cantidad tan extrema de piezas que debían ser cuidadosamente limpiadas, una por una.

La jornada era cansada y Pepe, -quien ya murió, dice Eulalia-, le ofrecía un té para el cansancio, posteriormente, llegaba un ligero mareo y el sueño. Eulalia despertaba dolorida y la contratante, le explicaba que era a causa del trabajo tan pesado que realizaba.

Pasaron los años y ella permaneció en ese trabajo hasta su adolescencia. Probablemente, uno de los episodios que han quedado enquistados en la vida de Eulalia fue un 29 de septiembre, día de la fiesta patronal de su pueblo, en aquella fecha había visitado a su familia y tras montar a un burro para arrear la tierra, comenzó a sangrar. Fue reprendida por su madre.

Eulalia tenía 15 años y tras esa visita regresó a Ciudad de México, la empleadora en la casa en que trabajaba la notó «rara» y tras una conversación le explicó que estaba menstruando, que era normal y que fuera a la tienda a comprar toallas sanitarias.

Esa fue la primera vez que Eulalia escuchó la palabra menstruación.

Lo que parecía una relación maternal y de cuidado, terminó por trastornarse en un vínculo basado en la manipulación, la violencia y un esclavismo torcido con fines de trabajo forzado.

Eulalia dejó de recibir salario, sus empleadores no querían dejarla ir y poco a poco, dejó de ver con tanta incidencia a su familia, de hecho, ya no la permitían regresar a casa. Cada tres meses citaban a la mamá de Eulalia en una casa del empleador y ahí sucedía el encuentro con su mamá para entregarle el dinero.

«No era mucho (dinero), pero sí era mucho el trabajo que yo hacía, sí trabajaba pero no tenía derecho a comprarme zapatos, a estudiar, a salir de la casa, tomar un autobús, a nada. A mis 17 años empecé a preguntarle a las personas que cómo le hacían para tomar camiones y andar en el metro. Así empezó otro capítulo de mi vida, donde me di cuenta de que estaba esclavizada»

El límite y la necesidad de escapar apareció luego de que, en una conversación con la dueña de la casa, Eulalia le pidiera un día de descanso, derecho que le fue negado.

Eulalia terminó dando las gracias al matrimonio y antes de que intentaran retenerla, huyó de ese lugar al que volvería sólo 15 años después tras recibir una llamada.

Pepe y su esposa estaban enfermos y buscaban contratarla de nueva cuenta, Eulalia asistió a esa casa para escucharlos; se disculparon por haber sido crueles con ella y haberla tratado de esa manera.

Teniendo 32 años, Eulalia estaba próxima a aceptar las disculpas refiriendo que entendía los «asuntos de trabajo» cuando fue interrumpida por la mujer: No se trata de trabajo.

«Ahí me entero de que fui violada por muchos años y la esposa era cómplice. Me dijeron que se disculpaban, me dice la señora: ¿sabes por qué no te queríamos dejar ir? Porque como yo no podía darle los servicios a Pepe, porque estoy enferma, para que él no me dejara estabas tú aquí, para complacerlo. Por tu inocencia nunca te diste cuenta, te quejabas de que te dolía, pero yo te decía que era por tu trabajo y yo fui cómplice porque lo supe todo el tiempo y estuve de acuerdo, es más, yo fui quien te pagaba (el salario) para que mi marido no me dejara.»<

Tras beber el té que le daba su empleador, Eulalia recuerda que le daba sueño profundo y siempre despertaba con su pantalón abajo, pero al no entender, duró años atribuyéndolo a que esto se trataba a que dormía de manera muy brusca y profunda. Eulalia tomó sus cosas y salió de esa casa para nunca más volver; el matrimonio murió años después.

En la capital mexicana, las personas que realizan trabajo doméstico remunerado representan el 7.74% de la población, es decir, 166 mil 552, de este universo, 135 mil son mujeres y 31 mil hombres, según la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleos.
El 99.2% de este grupo labora sin contrato, el 98.3% sin acceso a instituciones de salud y el 71.3% sin prestaciones, sostiene el Centro de Apoyo y Capacitación para Empleadas del Hogar (CACEH).
Hay que apuntar que la capital reformó en 2019 la Ley del Trabajo y Ley del Seguro Social que reconoce el trabajo doméstico y exige la afiliación a todos los derechos laborales; una ley tardía, cuando se encuadra a la historia de vida de Eulalia quien llegó a la capital a mediados de los años 90s.
Otro apunte importante es el género, pues según recupera el CACEH en su Informe sobre la Situación de los Derechos de las Personas Trabajadoras del Hogar en la Ciudad de México, a pesar de que la mayoría de la fuerza laboral doméstica está compuesta por mujeres, son ellas quienes reciben menos beneficios laborales que sus congéneres; tienen menos prestaciones, vacaciones y no reciben aguinaldo.

Fuente: CACEH

La decisión de maternar

A la edad de 24 años me quise convertir en mamá para ya no sentirme tan solita, dice en entrevista. Eso sí, confiesa nunca haber estado enamorada de quien, entonces, era su pareja y que terminó por convertirse su agresor físico y emocional.

El hombre tiene una denuncia, esto luego de que la golpeara a Eulalia y le fracturara la rodilla y la cadera; ella acudió al Centro de Justicia para Mujeres donde no le brindaron protección, nunca la volvieron a buscar y cuando pidió información sobre el caso, le dijeron que no había delito qué perseguir y que su caso había sido cerrado.

Eulalia no quiere continuar con este proceso, pues explica que pierde demasiado tiempo en esas oficinas; muchas veces, hasta 12 horas que ahora prefiere invertir en su trabajo y en cuidar de su hija.

No recibe manutención alguna, al igual que el 67.5% de las madres autónomas de nuestro país, y tampoco desea hacerlo, explica que ha decidido vivir en un hogar de paz junto a su hija sin volver a ver a su agresor.

Eulalia no comparte mayor detalle, zanja el asunto explicando en que la vida está fluyendo mejor para las dos -ella y su hija-, con quien pasa las tardes leyendo libros, viendo películas, series, paseando y comiendo helado. Lo más emocionante, dice Eulalia, es que su deseo más anhelado se cumplió: Nunca más estará sola.

«Mi hija fue mi deseo, no fue un asunto de accidente, siempre la deseé, siempre supe que iba a tener una niña y así pasó. Pero con mi pareja viví mucha violencia que me hizo valiente porque quiero cambiar mi historia, aprendí a decir «no» cuando no me siento bien, eso es lo que yo le comparto a mi hija, que como mujeres somos valiosas, que no merecemos menos y la vida ha comenzado a fluir…»