Navidad en las Montañas… ¡de Guerrero!.

*Yo soy Montaña.

Edith Herrera*

Todavía recuerdo a mi abuela Marcelina, aquella abuelita sabia, protectora de todxs: de los alimentos tradicionales, de los valores por la vida, de la costumbre. Cuidadora amorosa de sus hijas, hijos, nietas nietos, siempre procuró priorizar el bocado en la familia, aunque ella se quedara limitada en su plato… Decía ella: “es primero compartir y después comer”. Porque así se lo enseñó su mamá y así viene “la costumbre”.

La recuerdo perfectamente: nunca paraba, todo el tiempo hacía algo. “Siempre hay trabajo”, decía. Y quedaba atrapada entre una infinidad de actividades: desde la crianza, el hogar, la familia, los cuidados de los hijos enfermos, de los hermanos, de la comadre. Nunca, nunca paraba. De verdad. Y cuando la recuerdo así, me hace pensar en los límites de la costumbre. En particular de la que se nos ha impuesto como mujeres, de la que he llamado en otras ocasiones “costumbre colonial”. Primero porque nos vuelve esclavas y justifica la opresión. Luego porque es totalmente patriarcal, deja a la mujer exclusivamente tareas de cuidado, de crianza, de siempre ponernos al final y después de lo demás. Y se justifica así: “porque así es la costumbre”. Debemos de estar calladas porque entonces, es respetar las “buenas prácticas del pueblo”, es decir en este caso: la “costumbre colonial”. Queda claro que las buenas prácticas del pueblo que también existen, no son estas. Y ésta confusión tiene que quedar en el pasado.

Este texto es para recordar y hacer memoria. Lo escribo para  Marcelina o mi “nani” como le decía. Porque además de ser mi abuela por línea materna, es decir la mamá de mi mamá, tuve la fortuna de crecer con ella, viendo sus modos, sus formas, sus prácticas del dar y el recibir. Crecí al lado de esa amabilidad desbordada y ese apoyo a las demás mujeres, compartiendo con ellas lo poco o mucho que llegaba a tener en su mesa.

Siempre, siempre nos decía: “Cada que alguien llegue a visitarlos, tienen que invitarles de comer, un vaso de agua. Nunca envidien ni mezquinen la comida. Eso no es bueno. La tierra da alimento para todos sus hijos”. Y yo me quedé con esas palabras, las aguardé y las atesoré. Pienso hasta el día de hoy que de eso se trata la hospitalidad. Es con esta costumbre que me quiero quedar. No con la otra que oprime.

Vará lo lo’ó ña’á taxó kaxina kúxina, “Aunque sea un poco, hay que compartirles para que coman”.

Ña va’á ni koo inió saá kuaña koomanió nuú na yuví”, “Si es bueno nuestro ser, así podremos recibir reciprocidad del mundo”.

Estas eran 2 de sus frases que fueron de mis preferidas. Al final dibuja un principio del dar y recibir, nos comparte cómo la energía es cíclica, va y viene. Nos dice que se debe compartir para que se nos devuelva en otros sentidos y en otros momentos (quizás hasta con otras personas). Eso, para nosotras en el linaje de mi abuela, quedó como una costumbre: así lo aprendimos, por eso así lo replicamos hasta la fecha como un principio de vida.

Marcelina, como muchas mujeres en la Montaña de Guerrero, llegó al extremo de cuidar de todos sus hijos, nietos, sobrinos, comadres, tías, primas, pero nunca de ella. Nunca se puso al centro, ni como prioridad. Porque eso no cuenta entre la “costumbre”, de esas siniestramente veneradas “costumbres coloniales” que venimos denunciando porque debilitan cada día un poco más el tejido comunitario, social y porque vulneran a las mujeres como mi nana.

Lamentablemente su historia se topó contra un muro demasiado alto, hace más de una década. El del racismo institucional y el desprecio que reciben las personas indígenas que no hablan español en Tlapa de Comonfort, la capital de la región de la Montaña de Guerrero. Más precisamente en el Hospital General de Tlapa, que la ciudadanía ya bautizó “el Hospital de la muerte”. Un nombre que refleja lo poco hospitalario del lugar.

La familia de Marcelina se encontró con argumentos absurdos y una infinidad de pretextos. “No está el internista”. Después, no estaba el especialista. Todavía después regresó el especialista, pero el anestesiólogo se había ido de vacaciones. Una vergüenza como tal. Pasaron 4 días así, entre los corredores de las urgencias. Hasta que, por fin, un médico pasante soltó la verdad: “Váyanse de aquí si pueden, porque aquí no los van a atender. Y ella, ya está muy grave, se va a morir”.

El resultado: la familia tuvo que viajar con ella, Marcelina viajó atrás de un Tsuru, un taxi particular, hacía la ciudad de Puebla, porque ni siquiera le brindaron ambulancia . Alcanzó a llegar viva para una cirugía de último momento: su apéndice ya había reventado desde hace horas. Después de la intervención, los médicos regresaron y nos dijeron que hicieron todo lo posible. En este momento se derrumbó el cielo sobre nuestras cabezas. Nos invitaron a que pasáramos a despedirnos, porque sus órganos se habían dañado sin posibilidad de recuperarse. Unos minutos más tarde Nana Marcelina murió.

Marcelina murió por negligencia médica, murió por un desprecio a la gente de la montaña, originaria. La vida de nosotros no tiene valor para este racismo institucional que sigue infiltrado en todas las instituciones como un virus letal. Y en este caso, es un virus que impone su ley en los hospitales de la muerte de este país. Aquí se desprecia a aquellas personas, sobre todo a las mujeres, como Marcelina, que no se pudo defender. Se le negó la atención médica, pronta y oportuna. La retuvieron, aislada, sin posibilidad de hablar el español y sin traductor, durante 4 días, en los pasillos de urgencias. No informaron a su familia de su condición, no dieron un diagnóstico, no les importó que estuviera agonizando una persona de la tercera edad, una abuelita. Al final, sólo exigiendo información y presionando con el centro de derechos humanos Tlachinollan, el hospital fue obligado a dar noticias de su situación, pero ya era muy tarde.

A partir de este día trágico suceso en abril del 2013, nos juramos que nunca más íbamos a perder a algún familiar por ese racismo institucional o por cualquier otro tipo de negligencia médica. Nos juramos que lucharíamos por esa búsqueda de acceso a una salud digna y honrada. Que es un derecho humano básico, siendo mujeres, siendo indígenas, siendo de la montaña o simple y sencillamente por ser seres humanos.

Fue entonces que, sin pensarlo en ése momento, iniciamos un largo camino que iba a conducir al evento esperanzador que les quiero compartir el día de hoy. Empezamos primero acompañando casos médicos de nuestros familiares cercanos. Luego seguimos brindando orientación médica y organizando brigadas de atención médica en nuestra comunidad del municipio de Metlatónoc. Y, en los últimos 5 años, extendimos nuestro servicio a distintas comunidades indígenas de la región montaña de Guerrero, donde la situación no es nada mejor.

Estos últimos años nos han llevado en más de una ocasión a los pasillos de los hospitales de tercer nivel de la ciudad de México, donde ha sido posible resolver casos que, de otra manera, hubieran podido acabar en más tragedias. Allá, pasamos meses de nuestras vidas acompañando pacientes con enfermedades autoinmunes, dengues hemorrágicos, quemaduras de tercer grado, tumores, etc.

Con estas experiencias y con el apoyo de una red amplia de profesionistas de la salud, hemos logrado formalizar este caminar iniciado con la muerte de mi abuelita en el año 2013. Es así que, a principios del 2024, aperturamos el CENTRO DE ACOMPAÑAMIENTO MÉDICO “MARCELINA RAMÍREZ” en memoria de Nani Marcelina.

Hemos tenido muchos aprendizajes durante ese caminar y nos dimos cuenta de que hay muchas Marcelinas, muchas nanas y abuelas que terminan muriendo, a pesar de ser grandes sabias y portadoras de conocimientos milenarios. Nos dimos cuenta de que hay un montón de personas con problemas de salud que se quedan sin resolver. Cada día constatamos que, frente al servicio de salud pública o privada, hay muchas personas que quedan desprotegidas. Y que al final, se convierten en estadísticas de muertes o se quedan con una condición que los incapacita por el resto de su vida diaria.

Pensemos en Marcelina y en todas las personas que reciben a familiares en sus casas, quienes hospedan personas enfermas, quienes se apoyan mutuamente en situaciones de crisis y dificultades. Este respeto, esta reciprocidad, este dar y recibir no tendría que ser exclusivo a un sector, a un género, a una condición socioeconómica, o de identidad. Este respeto debería de ser para todas y todos. Debería tener un sentido humanitario. Esta humanidad rige el nuevo CENTRO DE ACOMPAÑAMIENTO MÉDICO “MARCELINA RAMÍREZ”. Es su corazón y late junto con el de Marcelina para las personas que vivimos en estas Montañas.

Hospitalidad viene de la palabra latín “hospitale”. Significa “casa de huéspedes, posada”. Justo en estas fechas de fiestas decembrinas, de posadas navideñas, quisiera que nos detengamos a pensar un poco en cómo hospedamos, cómo recibimos a las visitas, a los seres queridos, pensar en cómo tejemos comunidad, solidaridades desde una mirada de dignidad, de justicia.

Frente a los desafíos que enfrentamos durante el año, tengamos presente que toda persona en la vida ha recibido un apoyo, una ayuda de algún familiar, amigo, conocido, vecino. Aceptamos esta solidaridad, si es necesario. Y, si es necesario devolverla, hagamos que continúe la cadena de favores. Tratemos de ayudar a otros, de devolver esa solidaridad y hagamos que el apoyo sea mutuo. En todo momento, mantengamos este espíritu de solidaridad con los pueblos y con la montaña.

Hay muchas formas de ser solidarias y solidarios con el CENTRO DE ACOMPAÑAMIENTO MÉDICO “MARCELINA RAMÍREZ” y muchos espacios como éste en el país. Desde el poder recibir y acompañar pacientes, desde el ser parte de la red de profesionistas de la salud que nos permiten realizar nuestra labor. O aportando económicamente con donativos solidarios, es decir, permitirnos de seguir nuestro camino solidario y extenderlo a más personas, eso es construir un tipo de justicia social y justicia indígena.

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*Edith Herrera

Mujer ñuu savi (gente lluvia) originaria de la Montaña alta de Guerrero. En los últimos 15
años ha trabajado en diversos procesos organizativos locales así como en colectivos de
mujeres y juventudes para la promoción de los derechos de los pueblos indígenas y la
construcción de la autonomía de la vida, a partir de saberes y conocimientos milenarios en
torno a la salud, al territorio y alimentación tradicional. Actualmente es coordinadora del Espacio Cultural Educativo “TIKOSÓ”.