Jesús Silva-Herzog Márquez
Gobernar es fácil. Esa es la convicción profunda del Presidente. No requiere ciencia. La experiencia está sobrevaluada, la técnica es sospechosa. Lo que nos dice el Presidente es que, a lo largo de los siglos, las civilizaciones han perdido el tiempo tratando de precisar las complejidades del gobierno. Bibliotecas enteras dedicadas a lo obvio. La ciencia de la administración, la mecánica de los incentivos, el catálogo de experiencias son entretenimientos triviales. No hay dificultad alguna en el mando, en la gestión, en la economía, en la ley. Nada perderíamos si desaparecieran esas bibliotecas que han tratado de escudriñar los misterios y complejidades de lo social. En realidad, nos dice el presidente de México, eso de gobernar no necesita estudio. Y no me refiero, por supuesto, a una disciplina universitaria o a un diploma. Me refiero al respeto por lo complejo, a la atención al conocimiento. Lo que se desprecia en la práctica presidencial es el análisis de los enredos que caracterizan lo público, la seria ponderación de los costos, la carga que implica cualquier decisión. Se impone en el gobierno la simpleza de un moralismo elemental: cuando uno es bueno, todo lo que se hace será bueno. De esa soberbia moral proviene la idea de que las soluciones son siempre obvias y no requieren mayor reflexión.
Para gobernar no se requiere reflexión ni se necesita equipo. La política de la intuición es la política del aislamiento. Aunque se abrigue de multitudes, el Presidente es un político aislado. Un gobernante omnipresente y un gabinete invisible. Y no creo que lo imperceptible del equipo se deba a la discreción de los funcionarios. Es el personalismo instintivo e impetuoso del jefe lo que impide el funcionamiento del equipo. La rutina misma del Presidente corroe cualquier posibilidad de colaboración estable y productiva. Toda política pública cuelga de su saliva. Cada mañana la administración suspende la respiración. Habrá que ajustar la política a lo que en ese instante ha declarado el Presidente. La improvisación que caracteriza su homilía cotidiana puede imponer un viraje radical a la labor de meses. No hay coordinación que resista esa frenética locuacidad.
El arreglo de las competencias que establece la ley le importa poco al Presidente. Cuando era alcalde la capital hizo que la titular del órgano encargado de cuidar el medio ambiente supervisara su regalo a los automovilistas. La confianza del caudillo está por encima de cualquier normativa. Los cargos importan poco: el canciller puede encargarse de la política migratoria y encarar una de las más severas crisis de seguridad del país. Un subsecretario de Relaciones Exteriores puede anular las competencias de la Secretaría de Economía y negociar (a solas) los acuerdos comerciales.
Esta semana vimos que el aislamiento presidencial se traduce en exhibiciones grotescas de descoordinación. Hace unos días, con el fiasco de la iniciativa de reforma judicial, se exhibe una terrible incomunicación. No abordo el contenido de la propuesta. Lo que me interesa aquí es el desbarajuste en la casa presidencial. El poderosísimo presidente López Obrador no es capaz de poner en sintonía a su propio equipo. El signo más claro de este desorden es el vacío en la primera silla de la administración. Desde hace un año, México vive sin titular de la Secretaría de Gobernación. Como se han encargado de difundir la broma los propios integrantes del equipo presidencial, la encargada de esa oficina cumple funciones decorativas. Una secretaria virtual. Se le puede ver de tarde en tarde en ceremonias públicas. Va al teatro. Pronuncia discursos. Recibe visitantes en el palacio que ocupa. Viaja en representación de su jefe. Pero nada que muestre el cumplimiento de sus atribuciones como coordinadora del gabinete, como garante del Estado laico o conductora de una política migratoria respetuosa de los derechos humanos. Lo último que se supo de ella corresponde a su breve paso por el Senado. Desde diciembre del 2018 ha fungido como observadora con cargo.
Penosa, o más bien triste, la labor de la primera mujer a cargo de la Secretaría de Gobernación. Doña Olga Sánchez Cordero encarna en este gobierno lo que Rosario Castellanos llamaba en un brillante discurso, la “abnegación” de la mujer mexicana. La mujer que se nulifica, que se niega a si misma.