Isabel Turrent.
Éramos como somos: insaciables, avariciosos y destructivos. Con la fuerza del número y la capacidad para contaminar
En alguno de los libros que el antropólogo Jared Diamond dedicó a las sociedades suicidas, se preguntaba qué habría pensado aquel habitante de la Isla de Pascua que derribó el último árbol que quedaba en pie y sepultó a esa sociedad que tenía las luces y la capacidad de esculpir las esculturas gigantes que nos sorprenden aún ahora. Probablemente, nada. O peor aún, justificó el último paso del desastre ecológico que consumó -como lo ha hecho Bolsonaro en Brasil al permitir la quema de la selva amazónica para abrir más tierras al cultivo o empresas mineras, o López Obrador con la construcción del Tren Maya-, como un avance en aras del “progreso”.
En busca de la respuesta perdida a la pregunta ¿siempre fuimos así?, emprendí la lectura de The Boundless Sea de David Abulafia, un libro fascinante que narra la historia humana desde los mares, océanos y sus costas, poniendo pocas veces los pies en tierra firme. Para contestar la pregunta hay que leer lo que sucedió en aquellos tiempos cuando ni siquiera había barcos de vapor: mucho antes de que nos convirtiéramos en un planeta que vive y se mueve gracias a los hidrocarburos.
Abulafia empieza por el Pacífico, el más amplio de nuestros océanos -cubre una tercera parte de la superficie de la Tierra-, y precisamente con los navegantes polinesios que emprendieron hace milenios una carrera en busca de recursos y territorios hacia el este -y poblaron finalmente la Isla de Pascua- y hacia el sur hasta la actual Nueva Zelanda. Es una historia que rinde tributo al valor y al ingenio de aquellos navegantes que, a bordo de frágiles barcos de vela, aprendieron a leer las estrellas, los vientos y las corrientes marítimas en mar abierto y se expandieron a lo largo de incontables islas del Pacífico. La aventura terminó siglos después en la Isla de Pascua.
La historia de la navegación y el comercio en el océano Índico -entre el golfo Pérsico y el mar Rojo, hasta el mar de China, pasando por la India-, desde la Edad de Bronce hasta los albores de la llamada Edad Media, es aún más interesante y elocuente. Fueron y siguen siendo mares turbulentos: muchísimas embarcaciones naufragaron hasta que un navegante grecorromano, Hippalos, descubrió el movimiento de los vientos monzónicos en el siglo I d. C. Aun así marinos y comerciantes convirtieron a esa vasta zona en una región de comercio global movidos por el lucro.
Islas que se han perdido en la historia, puertos de abastecimiento y distribución que se tragó el desierto o florecieron con otros nombres, y mercaderes de todos los futuros países de la región acumularon fortunas. La lista de los productos que comerciaban es inacabable; la palabra sobreexplotación para calificar sus modos comerciales es un eufemismo. Metales, especias, inciensos y piedras preciosas, miles y miles de perlas, carey, dátiles y, por supuesto, los codiciados productos chinos -sedas, porcelanas y té- transitaban desde el extremo Oriente hasta el Mediterráneo, continuamente, ayudados por el viento. Esos barcos de vela transportaban inmensas cantidades de bienes: tan sólo de un naufragio remoto se recuperaron hace poco 70 000 piezas de porcelana de China -que nunca necesitó hacerse a la mar porque sus compradores tocaban a sus puertas.
En el camino, los navegantes del Índico diezmaron a la aún abundante población de rinocerontes y elefantes (la demanda china de marfil y cuernos de rinoceronte era tan grande como su capacidad de producir porcelanas), con los mismos resultados deplorables que tiene el comercio de esos productos hoy.
Tierra adentro, el mejor ejemplo -porque era una isla desierta- de la fiebre destructiva que acompañó esta primera globalización comercial es Madagascar. Los indonesios que se establecieron ahí hace mil años destruyeron en decenios la selva que cubría la isla y exterminaron a sus más notables animales nativos: los lémures gigantes, entre ellos.
Éramos como somos: insaciables, avariciosos y destructivos. Con la fuerza del número y una capacidad abismal para contaminar y destruir el equilibrio ecológico marino le estamos ganando la guerra al mar. El problema es que sin océanos y mares saludables perderemos sin remedio la batalla contra el calentamiento global.
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