Sin tacto.
Por Sergio González Levet.
Según el execrable dictador español Francisco Franco, la poesía no servía para nada, o cuando mucho sólo era útil para que los “tiernos poetas galardonados” que vivían a sus expensas le lanzaran elogios desmedidos.
Pero en el fondo, el tipludo gobernante que detentó el poder por casi 36 años le tenía miedo a los poetas, porque sabía que lo que escribían podían ser dardos envenenados contra su régimen y contra el prestigio que quiso construir sin éxito a base de la compra de conciencias de seudointelectuales españoles.
Y al que le tenía pavor era a Miguel Hernández, un pastor de Orihuela que aprendió su arte entre las ovejas y gracias a los consejos de su amigo Ramón Sijé, y que luchó al lado de la República como soldado raso, cuando por su fama literaria pudo haber tenido un grado de oficial.
Cuando el gobierno de izquierda cayó ante el embate de las tropas franquistas, avitualladas y asesoradas por el ejército alemán de Hitler, que de esa manera ensayaba y se preparaba para la Segunda Guerra Mundial, Miguel huyó a Portugal, pero fue devuelto a su tierra y encarcelado. Primero fue condenado a muerte por los jueces del Caudillo, pero la presión internacional de escritores e intelectuales forzó a que se la conmutaran por 30 años de prisión, de los cuales duró vivo solamente tres, porque las malas condiciones en las que lo mantuvieron preso terminaron por enfermarlo de tuberculosis.
Todavía pudo ser salvado de la enfermedad con una operación, pero le dilataron conscientemente el permiso de salida al hospital, hasta que falleció en la clínica de la prisión de Alicante, a las 5:32 de la mañana del 28 de marzo de 1942, a la edad de 31 años, pues había nacido el 30 de octubre de 1910 en Orihuela.
Desde que fue encarcelado y hasta la muerte de Franco en 1975, su poesía estuvo prohibida en España, pero pervivió en la memoria y las publicaciones de sus amigos queridos, como el chileno Pablo Neruda y nuestro Octavio Paz.
Si la poesía no sirviera para nada, como decía el dictador de la voz de pito, no hubiera sido necesario apresar, matar y prohibir a Miguel Hernández… y ahí está el quid del asunto.
Entonces, la poesía sirve para muchas cosas. Por ejemplo, para que los poetas nos digan lo que no sabemos expresar cuando las emociones y los sentimientos se nos agolpan en el corazón; para condenar a los sátrapas y señalarlos con la espada flamígera de las palabras; para dormir a las niñas y a los niños; para decir verdades universales que nos hagan vivir mejor; para reírnos y ser más felices.
Toda esta explicación ha tenido también el propósito de no hablar del virus innombrable y de la terrible enfermedad que nos tiene arrinconados.
Y sobre todo, de convencer al lector que es bueno asomarse a la poesía, que es la quintaesencia de nuestra lengua, y que nos puede traer momentos maravillosos.
Por eso hace unos días me referí en este espacio al poeta Francisco Hernández, de San Andrés Tuxtla, y por eso también seguiré hablando de otros creadores maravillosos, con el fin de que los conozca la sapiente lectora, que los goce el sensible lector y que de alguna manera encuentren un pretexto más para salir de la locura y en encierro.
Y entonces verán que la poesía sirve de mucho.
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