Política del desprecio

Jesús Silva-Herzog Márquez.

¡Ahí están las masacres! Je je je je je. Andrés Manuel López Obrador, 18 de septiembre de 2020.

¿Cómo puede provocarle risa la noticia de la muerte? ¿Por qué se activa en él el resorte automático de la burla cuando lee el titular de Reforma que da cuenta de asesinatos que se apilan en México? ¿Qué hay en esa insensibilidad, en ese desprecio tan grotesco de la vida humana? ¿Cómo puede la animadversión apropiarse a tal punto de la cordura de un hombre para llevarlo a reírse de la muerte? Eso hemos visto: un gobernante que se mofa de las matanzas. No ofrece información que contradiga la nota, no pide contexto para el titular, no discute con el medio. El Presidente ríe al leer la información de las masacres. Se burla del medio y al hacerlo se burla de los muertos. El caso es relevante porque muestra el lugar a donde puede llevarnos la polarización que se practica como doctrina política. La separación del país en bandos irreconciliables nos lleva a esto. A negarle razón, voz y dignidad a los otros. A abdicar del entendimiento, a cerrarse a la experiencia de quien se fustiga como contrario. Si lo dice Reforma será risible. Si lo dice cualquiera de nuestros enemigos, será ridículo. Si lo padece el otro, será un engaño.

A decir verdad, el reflejo presidencial no sorprende. Durante su larga carrera política ha sabido usar la emoción colectiva, manipular la rabia, aprovechar como nadie la indignación. Toda esa furia que se fue acumulando en los gobiernos de la transición era valiosa para él porque la ponía a su servicio. Por eso no puede decirse que sea un político de la empatía. Si no lo fue en la oposición, no lo es ahora. El megalómano mira el mundo desde el espejo. Por eso no ha sido capaz de entender el reclamo de las mujeres, ni el dolor de las víctimas, ni la penuria de los enfermos, ni el duelo de los sobrevivientes. Cuando aparece una expresión de su sufrimiento, el reflejo inmediato es el desprecio, la agresión, la burla. Nos lo recuerda Javier Sicilia en la carta que le ha dirigido al Presidente que no piensa rebajarse y escuchar a los dolientes. A ellos les ha dicho que le dan flojera, que no piensa perder el tiempo oyéndolos, que no les permitirá que monten un espectáculo. Sería indigno de un Presidente reunirme con ustedes. Tiene razón el poeta: el desprecio es el sello de la Presidencia de Andrés Manuel López Obrador. Desprecio por la verdad y los datos. Desprecio por la técnica y la experiencia. Desprecio por el diálogo auténtico. Desprecio por el mundo y los avisos del futuro. Desprecio por el sufrimiento de los otros. Y en la base de todo ese desprecio, la soberbia.

El egócrata, ese hombre que se siente reinventor de México, piensa que solo su sufrimiento cuenta. Todo gira alrededor de él, el perseguido de siempre. A su juicio hay sufrimientos históricamente triviales. La violencia que sufren las mujeres es una anécdota que no alcanza la dignidad de su épica. El único sufrimiento que tiene auténtica relevancia histórica es el suyo: el pobre Presidente acosado por los medios conservadores de aquí y del extranjero; el Presidente atacado por los representantes del viejo régimen; el Presidente criticado por una prensa indigna que cuenta muertos, que hace sumas y hace preguntas. Después de Madero, el mártir, soy el Presidente más perseguido de la historia, ha dicho muchas veces.

La política de la polarización termina siendo una política del desprecio. No merece la mirada del poder aquello que no sirve a su trama. Ni un centavo a lo que no contribuya a la vanidad del patriarca. Ni un segundo a lo que distraiga del camino previsto. Si alguien fuera del cuento quiere abrirse paso para defender sus derechos recibirá el ataque fulminante de quien no admite distracciones malintencionadas. Son extranjeros, son traidores, son pillos. La obsesiva invocación del pueblo es, en realidad, un aviso de exclusiones. Cuando se le nombra constantemente es para descartar a quienes no pertenecen en realidad a él. Es para jactarse de ser su único vocero.