- Democracia incompleta. Menos de la tercera parte de la ciudadanía lo pidió.
- Es legítima esa decisión y es legal, pero es injusta.
/Sara Lovera/
SemMéxico. Cd. de México. 28 de septiembre 2020.- “¡Recuerda! ¡Intenta recordar!”, me dije. A ver, ¿qué sucedió en 2018? ¿Realmente una mayoría aplastante, histórica, como nunca antes, se lanzó a las urnas, como nunca? A ver, ¿es una verdad a medias o una verdad absoluta?
Leí. Busqué lo “relativo”. O sea, algo incompleto que depende de cierta comparación. En 2018, el dato es espectacular. Éramos poco más de 89 millones de personas con posibilidades de votar; es decir, que estábamos anotadas en la lista electoral. Sólo votamos el 63 por ciento, algo así como 56 millones 600 mil ciudadanas y ciudadanos. De ese padrón, el 53 por ciento y un poco más –o sea, 28 millones 200 mil– decidió dar la vuelta a la rueca. Fue una mayoría, sin discusión.
Si de acuerdo con el padrón, las votantes por la opción guinda y sus aliados –entre ellos, un partido francamente antifeminista– serían más de 15 millones de mujeres que arriesgaron su voto para conseguir cambios: buscar alternativas efectivas de no discriminación, mejores empleos y más recursos para sobrevivir con dignidad y conseguir disminuir, agotar, devalorar, eliminar la violencia feminicida y estructural como el signo más ominoso del presente. Conseguir vivir en paz y sin miedo. Yo digo, hicieron muy bien.
Esos y esas votantes querían pan y justicia, un cambio “verdadero”. Otras y otros, hasta más de 25 millones optaron de manera diferente. Para mí, memorando, esto es claro. Pensando en una reflexión que ayude a relativizar lo sucedido. Esos más de 25 millones no querían ese cambio, con razón o sin ella. Más de 39 millones prefirieron no participar, teniendo credencial de elector, más quienes, quién sabe cuántas y cuántos, ni se anotaron en el padrón.
Es decir, hay una inmensa mayoría que no está en la lógica donde la actual administración sistemáticamente las y los incluye. Los da por buenos en su proyecto de gobierno. Y, sin embargo, hemos presenciado muchos díceres y acciones, cuya percepción se vende todo el día como una total aceptación.
En estos aciagos días es fundamental, sin duda, memorizar. Considerar los recuerdos como algo sustantivo. Que antes igual se llegaba a gobernar con un porcentaje mínimo de aceptación en las urnas. Cierto. Que en las democracias modernas se admite como legal y legítimo que ello suceda. Sin duda. Que se instauren grupos de poder sin la voluntad real de la mayoría, también es cierto.
Lo interesante del ejercicio es mirar, fríamente, de qué tamaño es “el pueblo” que mandata a los gobernantes para hacer uso de sus votos y realizar su trabajo, tomar decisiones en su nombre y cambiar las leyes o violar las leyes a su antojo. Se llama democracia representativa. Pues de ese tamaño es nuestra realidad. Y no es ilegal ni está en contra de la democracia electoral. Es lo que es.
Con esos resultados electorales fue, se dice, completamente aplastado el pasado reciente. Arrinconados, por llamarlos de algún modo, los partidos políticos “tradicionales” y también las instituciones creadas a lo largo de décadas, los mecanismos de una gobernabilidad manipulada durante décadas. Eso, es posible y está actuante. Sin duda.
¿Estamos completamente seguras de que eso queríamos? Para relativizarlo sólo hay dos caminos: el de una cruzada amplísima de preguntar a cada persona, como se intenta con los censos poblacionales, para saber el sexo, la actividad económica y la clase de vivienda, no así sus preferencias electorales. Por ahora, eso parece imposible. La otra es celebrar elecciones, sabiendo que solamente un segmento de la población se expresará y, luego, reconocer los resultados.
En 2020, la administración federal y sus aliados, de los partidos que se le unieron, de quienes no participan, de quienes callan y asumen, tienen una proclividad continuada para recordarnos que los 28 millones, de los más de 106 millones de mexicanos y mexicanas, lo mandataron para realizar su proyecto. Nos guste o no. El problema, ahora, es cómo volver a cambiar o definir la continuidad, sin aspavientos.
Para 2021, al padrón electoral se sumaron más de 6 millones de votantes; se entiende que de 18 años de edad o más, en su mayoría. Son las y los jóvenes de una nueva generación. Mitad mujeres y mitad hombres. Serán las elecciones más grandes de la historia, porque, se dice, serán concurrentes en las 32 entidades federativas, y la elección –a un mismo tiempo– será federal y local.
La movilización, se espera, significará una inmensa avalancha de opciones en un país con viejos y nuevos problemas. Dice el consejero presidente del Instituto Nacional Electoral, Lorenzo Córdova Vianello, que en 2021 presenciaremos unas elecciones con un país en crisis, azotado por una pandemia inesperada, con una crisis de inseguridad rampante, con nuevos problemas económicos, cuando la desigualdad entre hombres y mujeres y la social y económica se ha profundizado.
Están abiertos, no el debate de las ideas ni mucho menos la experiencia general de haber derrotado nuestros viejos y acuciantes problemas. Hay que pensar que todavía contamos con indicadores ciertos y científicos: caída en picada de la economía y del consumo, y en ascenso la violencia irrefrenable, inseguridad, secuestro, desaparición forzada y violencia de género.
Por tanto, estamos frente a un verdadero momento donde ninguna apuesta puede prefigurarse con seriedad. ¿Qué pensará toda la gente de estos asuntos? No lo sabemos. En cambio, ahora mismo estamos presenciando una conflictividad recurrente y creciente. La nueva administración, los votantes en contra y una nube no identificada de ciudadanos y ciudadanas han apostado por la polarización y el desencuentro. Todo agudizado por la pandemia, la angustia, la desazón y la incertidumbre. No se sabe si se mantendrá el empleo, ni de qué tamaño será el número de fallecimientos a causa del COVID 19.
Ni idea si los otros problemas de salud se resolverán. Y el más grave de todos los rubros: si acaso niños, niñas y adolescentes algún día volverán a su salón de clases. Tampoco sabemos las repercusiones de un país claramente militarizado, mucho más que antes. No tenemos idea del futuro de las instituciones creadas por los años de la democracia para lograr contrapesos al poder, ni si conseguiremos recuperar la esperanza.
Yo creo finalmente que sí, que nuestro momento es muy complicado. En poco tiempo, 22 meses, nadie puede decir que se reconvirtió el machismo ni la corrupción ni si ha sido posible vivir de otra manera. Así que a la memoria se me vienen, relativos, otros momentos en otras circunstancias, donde es imposible proyectar, con toda seriedad, qué nos espera. Veremos.
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