*Cristal de Roca.
/Escrito por Cecilia Lavalle*/
Un 11 de abril de 2020, en pleno confinamiento por la pandemia, comencé a escribir un artículo que se convertiría en un libro: Claves para atravesar la tormenta. Mis aprendizajes para vivir el duelo.
Para entonces, mi hijo Alejandro iba a cumplir tres años de haber muerto de un cáncer voraz, que le arrancó todo menos las ganas de exprimirle a la vida hasta la última gota de felicidad que pudo darle.
También para entonces, yo apenas comenzaba a recuperar mi ritmo de trabajo tras un par de años de navegar en la dura tormenta que representó esa parte de mi duelo.
En pleno confinamiento mi primer pensamiento estuvo en las personas que vivían de manera inesperada el duelo por la muerte de un ser amado. Y decidí compartir mi experiencia para sobrevivir e incluso para recuperar la alegría de vivir.
Escribirlo fue un reto enorme, porque tan pronto decidí compartir mis aprendizajes supe que eso carecía de sentido si, al mismo tiempo, no contaba mi historia. Y eso representó caminar descalza, de nuevo, por el infierno que supuso acompañar a Alex en su último año de vida.
Pero, de igual manera, me permitió redescubrir aquellos regalos que había encontrado en tan duro camino. No sabía, entonces, que eso forma parte de lo que llaman resiliencia.
A cinco años de haber escrito ese libro encuentro enormes ganancias.
Para empezar, me permitió poner orden al caos que supone una enfermedad que, como terremoto, llega sin previo aviso.
Para seguir, realmente no tenía idea de lo importante que sería para mí y para otras personas.
Me han escrito para decirme lo mucho que les ayudó o lo mucho que se sintieron identificadas con tal o cual anécdota.
Y, para terminar, he recibido grandes lecciones de resiliencia de parte de padres y madres buscadoras, que elaboran duelos muy largos porque no pueden cerrar ningún capítulo.
En las presentaciones de mi libro las he visto llorar y reír. Narrar parte de su dolorosa experiencia y, acto seguido, abrazarme para compartir mi pena.
En mi libro escribí que pese a la dura tormenta que representaba mi duelo, dejaba constancia de que se podía llegar a la playa. Y que eso significaba, básicamente, que la pena no ahogara la alegría de vivir.
Mi hijo Alejandro cumple este mes ocho años de haber fallecido. Su muerte me duele sin orden. Es decir, puede ser un día lleno de sol o de fina lluvia. Puede ser un lunes o un domingo. Puede ser de mañana o antes de dormir. La tristeza me visita siempre sin previa cita.
Pero le acepto a la vida, sin remilgos, cada gota de alegría que puede darme. Invito a la felicidad cada vez que se me presenta la oportunidad. Y me río a la menor provocación.
Sin embargo, apenas voy aprendiendo que cuando llega la pena basta con dejarle el espacio y respirar, sin juzgar, sin minimizar, sin “echarle ganas”. Literalmente como cuando se está a la orilla de la playa. Basta quedarse quieta mientras vienen y van las olas.
Y también he descubierto que, como le dice el sabio Albus Dumbledore al joven Harry Potter, en la maravillosa saga que escribió J.K. Rowling: “Aquellos a quienes amamos nunca nos abandonan, Harry. Hay cosas que la muerte no puede tocar. La pintura, los recuerdos… y el amor”.