*A Juicio de Amparo.
/ María Amparo Casar /
La democracia mexicana va a la deriva. Se ha desviado de su trayectoria. Aquella que comenzó con la reforma política de 1978, que logró quitar al partido hegemónico el control sobre los participantes y las reglas de la competencia, sobre la organización electoral y sobre el recuento de votos. Aquella que, en 1997, por primera vez en la historia instauró un gobierno sin mayoría, obligando a que las reformas no pudieran ser impuestas por una sola fuerza política. Aquella que en el año 2000 permitió la alternancia pacífica. Sobre todo, aquella que poco a poco introdujo contrapesos al poder casi omnímodo de quien quiera que ocupase la Presidencia.
Con algunos retrocesos, cada día se avanzaba: un derecho ciudadano más, instrumentos para hacerlos valer, mayor certidumbre jurídica, menor discrecionalidad para el Ejecutivo, mayor independencia del Poder Judicial, deliberación y negociación en el Poder Legislativo, órganos de autonomía constitucional para aislar de la política partidaria áreas como la competencia económica, la transparencia, los derechos humanos o la medición de la pobreza.
Sin negar los todavía grandes pasivos de la democracia se navegó en la dirección correcta hasta que nos llegó la hora de encallar. En 2018 la democracia quedó primero varada y después emprendió el rumbo hacia la autocracia.
El timonel del sexenio que está por terminar agarró el rumbo contrario al que habíamos bordeado durante cuatro décadas. Primero tímida y después decididamente. Usando y abusando del poder. No hubo en todo el sexenio algún viso de querer consolidar lo alcanzado, ya no se diga de avanzar. Desde un inicio fue claro que la idea era concentrar el poder en la figura presidencial de facto y de jure.
Ya en su último año quiso cambiar las reglas de la democracia electoral con el famoso plan B. La Corte lo impidió. La venganza sería implacable. Como afirma The Economist, el sexenio completo palidece junto a las semanas que le restan. Lo que habrá es una carnicería constitucional.
A partir del 5 de febrero se ha vivido un calvario para defender la autonomía e independencia del Poder Judicial, que es el único que nos va quedando para, a su vez, defender a la democracia.
Midiendo bien la centralidad del Poder Judicial, la oposición, los ministros, jueces y magistrados, junto con los estudiantes y buena parte de la sociedad civil, hemos recorrido todos los cruces y aduanas posibles para intentar salvar su independencia y autonomía. En cada aduana nos hemos enfrentado, primero, a la determinación del Presidente de hacerse de ese poder y, segundo, a un conjunto de legisladores que ostenta, sin haberla ganado en las urnas, la mayoría calificada en la Cámara de Diputados.
La cruzada comenzó con una batería de argumentos frente a los 11 consejeros del INE y a los cinco magistrados del Tribunal para que no otorgaran esa mayoría calificada a la coalición morenista. No se pudo. Después vinieron los esfuerzos para hacer entender los peligros políticos, económicos y sociales de una reforma al Poder Judicial que, en pocas palabras, lo ata al Poder Ejecutivo y su partido. Tampoco se pudo. No valieron los razonamientos de los juristas, colegios de profesionistas, académicos, impartidores de justicia, empresarios, iglesias, organismos internacionales y calificadoras. A nadie se escuchó.
Se exploró la vía de los amparos para frenar una reforma que dará al partido mayoritario el control sobre los jueces. Tampoco se pudo. Siguió una inédita huelga de los y las trabajadores del Poder Judicial, incluida la Corte. Nada.
Al momento en que esto escribo no se sabe si López Obrador logrará juntar a los 86 senadores necesarios para aprobar su infame reforma. Lo que sí sabemos es que la política de este gobierno se revela sin escrúpulos. Sobornos para comprar votos senatoriales y extorsión judicial que ofrece impunidad a quienes tienen carpetas de investigación abiertas. También sabemos que la oposición –hablo ahora del PAN– no ha estado a la altura en un momento en que si algo hace falta es unidad. Del resto de los partidos lo que hay son rumores.
De ser aprobada la reforma, queda una aduana más, la de los 17 congresos locales que deberán confirmar el cambio constitucional. Con 23 estados en poder de Morena, se antoja imposible que la rechacen.
Ante la sinrazón quedará como único dique la realidad misma. La prácticamente irrealizable implementación de una reforma que deberá sustituir en una elección a más de cerca de 6 mil jueces y magistrados, los contrapesos de los organismos internacionales, los tratados como el T-MEC, la fuga de capitales, la cancelación de inversiones y, desde luego, la calle.
Vendrán otras reformas constitucionales que también dañarán la democracia: la desaparición de los órganos autónomos, la adscripción de la Guardia Nacional a la Sedena, la ampliación de los delitos que merecen prisión preventiva, la reforma electoral. No habrá Poder Judicial para pelear la inconstitucionalidad de las reformas.