Montserrat Pérez
Hace exactamente un año recibí la noticia de que necesitaba una operación de emergencia. Después de meses con dolor, un 18 de agosto tuve una crisis en la que sentí que igual y ya no había vuelta atrás. El médico me dijo que el mío era “un caso bien feíto” y que por qué no había ido antes, si ya sabía que estaba mal. Lo cierto es que sí busqué ayuda previamente, pero cuando fui al ISSSTE no quisieron hacerme mi expediente ni darme mi cartilla, cosa que era mi derecho, así que mi idea era esperar para poder hacer el trámite y que me operaran en la seguridad social. No se pudo.
Para el 19 de agosto ya estaba programada mi cirugía y estoy viva gracias a las mujeres que me cuidaron y me apoyaron. Este texto va sobre cómo siempre hay mujeres que nos mantienen vivas, de una u otra manera y que no debemos olvidar agradecerles, recordarles que las amamos y que también estamos para ellas.
Le tengo mucho odio a todas las frases misóginas que dicen que las mujeres no nos apoyamos las unas a las otras. Es que no ven que tenemos gestos de cuidado que no vamos alardeando para ganar simpatía o atención, desde la organización de redes económicas entre mujeres, pasando por la escucha empática, el confrontar a los acosadores callejeros, el prepararnos una comida o invitarnos un café y otras acciones como acompañar abortos, contener a compañeras sobrevivientes de violencia sexual, protestar o incluso ayudar a otras mujeres a escapar de sus potenciales feminicidas.
Ahí vamos las mujeres, todos los días, procurándonos la vida, tejiendo lazos invisibles con otras. La enfermedad es una de esas situaciones en las que sentimos de manera muy clara y tangible el amor y la solidaridad de las otras. Recuerdo con mucha claridad el dolor que sentí por meses y meses sin decir mucho para no molestar o romper con la cotidianeidad de mis personas amadas, específicamente las mujeres en mi vida. Es que, pensaba, si les contaba que sentía que se me querían salir las costillas por el tórax y que había noches en las que me acostaba en el piso del baño esperando a que pasara el dolor, entonces ellas se iban a preocupar, se iban a asustar y, peor aún, iban a tener que hacerse cargo de cosas que me correspondían a mí.
Por otro lado, estaba mi situación económica. Ahora veo que en realidad era mucho orgullo mal enfocado porque no quería pedirle nada a nadie. Así que pretendía juntar dinero o esperar a que el seguro me atendiera, pero no quería ser una carga financiera para nadie, no quería deberles dinero ni que se notara que estaba en apuros.
Al final, todo eso se fue al demonio. Las noticias de mis estudios clínicos me asustaron al grado que no sentía mucho, solamente pensaba que no podía morirme así. Les escribí a Luisa y a Itzel para contarles que necesitaban operarme y lloraba mientras les decía. Ellas me sostuvieron, me tranquilizaron y se hicieron cargo de tantas cosas que ahora mismo no puedo enumerar.
Mi hermana se hizo de un préstamo que, en conjunto con el apoyo de mis amigas, cubrió la operación y me dijo que todo iba a estar bien. Para la tarde del 20 de agosto, yo ya estaba en el quirófano, despidiéndome del anestesiólogo, que me decía que no me podía ir a ninguna parte y esperando el momento en el que ya no iba a tener dolor. Lo siguiente que recuerdo es que desperté y aún me dolía el abdomen, como cuando las crisis y que le pedía a la enfermera más analgésico. También me dolía la garganta y me sentía como borracha, con un dolor punzante en la cabeza y náusea.
Pero ahí estaba mi mamá, como siempre, pidiéndome que no vomitara para que no me doliera más y recibiendo a todo el personal médico que pasó por mi habitación. Ya había hablado con Luisa y con Karen y con Denisse, que fueron las primeras en ponerse en contacto con ella para saber cómo estaba. Mis mejores amigas estaban ahí, incluso si no las podía ver. También estaba la enfermera de la noche, Elizabeth, que me trató con dulzura y cuidado, que me dio confianza y ayudó a mi mamá a que esa noche no fuera tan pesada. No la volví a ver, pero le estoy muy agradecida por ser buena con mi cuerpa. Es que no estoy acostumbrada a que médicos ni enfermeras ni personal de salud me traten bien. Como soy una mujer gorda, usualmente el trato es frío y despectivo. Así que encontrarme con esta mujer dedicada y cuidadosa me curó más que las heridas que ahora me adornan como cicatrices.
En casa quienes se hicieron cargo de mí fueron mi madre Concepción, mi prima Karla y mi hermana Itzel. Mi prima procuraba que no me faltara nada y que estuviera cómoda, incluso de noche, cuando despertaba para ir al baño y ella suavemente me daba la mano, también me recordaba pararme a caminar cada hora por diez minutos. Mi mamá me alimentaba, me bañaba y me curaba las heridas, me ayudaba a vestir y estuvo cada segundo de mi recuperación a mi lado.
Y luego estuvieron mis amigas, que me enviaban mensajes preguntándome cómo estaba, me llegaban los mensajes de Joce y mis nuevas amigas vecinas. Mis primas también me mandaron mensajes de amor y apoyo, que no es poco. Las palabras de las amigas son mucho más importantes de lo que parecen, implican que hay quienes están pensando en nosotras, que nos están dando un poco de su tiempo para sentirnos, para ayudarnos a sanar emocionalmente.
Estamos rodeadas de violencia. Cada día tenemos que leer de cosas terribles que les pasan a otras mujeres y sabemos que el contexto es tan apabullante que a veces nos sentimos como que no podemos, como que es demasiado, como que el mundo completo nos odia, como que la muerte nos respira muy cerquita de la cara, pero lo cierto es que también hay vida y abrazos y mujeres que nos aman y que nos quieren vivas. Yo estoy viva gracias a ellas y hoy sólo quiero decirles que las amo. Sólo eso. Las amo muchísimo. Gracias.