*Sarah Babiker y Elvira Megías.
*Foto: Olivia: “Sí que somos parte importante del activismo porque hemos vivido ya otras etapas, hemos luchado lo nuestro y tenemos un poquito más de experiencia”. (Elvira Megías)
22.08.2024.- Llevamos unos años de mustiaje político. Desde la izquierda institucional se mira a los barrios con desconcierto: ¿por qué no se movilizan para apoyar propuestas transformadoras en las urnas? Los nostálgicos del 15M y de las mareas se preguntan qué pasó con tanta energía política desplegada en las calles, cuando las manis, las concentraciones y las acampadas ocupaban las portadas, y de las asambleas se pasaba a los planes para asaltar los cielos. Pero lejos del cielo y las portadas de los periódicos, subterráneas a las peleas en Twitter, discretas en pequeñas pero perseverantes asambleas, siguen sucediendo cosas. Se dan peleas que, en muchos casos, están sostenidas por mujeres.
Mujeres que muchas veces no son las jóvenes activistas intrépidas que acometen valientes acciones para denunciar el cambio climático, o esas admirables estudiantes que se plantaron junto a sus compañeros en las acampadas contra el genocidio. Mujeres que pasaron los 40, o incluso los 70, señoras que sostienen retaguardias con constancia hasta que llegue la próxima ola. No las superstars (dicho sin rencor) de los partidos emergentes sobre cuyos liderazgos se tejió esa idea tan perdida ya en el olvido de la feminización de la política. Señoras anónimas, que hacen de los feminismos más que bandera, una práctica cotidiana.
“Nosotras, con 15, 16, 18 años, cresta en ristre y camiseta rota, nos declarábamos delante de todo el mundo unas señoras: exigíamos respeto a nuestra estética y a nuestras formas”
¿Qué es una señora?
A ver, pero ¿qué es eso de ser una señora?, ¿una palabra que puede quedar bien en un titular?, ¿una chorrada un tanto esencialista? No lo tenemos muy claro y por eso se lo preguntamos a las mujeres con las que hemos conversado para realizar esta especie de reflexión colectiva sobre por qué hay tantas mujeres no especialmente jóvenes sosteniendo espacios activistas; si tienen una forma particular de estar, de transformar, o al menos de intentarlo.
A Mayte, activista por la sanidad pública –entre otras cuantas cosas– en el barrio madrileño de Moratalaz, lo de señora no le acaba de convencer. “Me suena muy de clase alta, a señora bien”, discrepa, no lo asocia con la edad. Porque ella sí que ve que la edad tiene cierta vinculación algunas veces con el perfil de las personas que participan en la lucha por la sanidad pública, en cuanto que, al ser mayores, están menos constreñidas por el trabajo o los cuidados. Pero ‘señoras’ no: “Yo me identifico más como activismo de mujeres”.
Olivia acepta el concepto ‘señora’ sin darle muchas vueltas. Esta integrante del AFA del colegio de sus hijos, una escuela pública muy activa de Carabanchel, relaciona eso de ‘señora’ con la trayectoria: “Sí que somos parte importante del activismo porque hemos vivido ya otras etapas, hemos luchado lo nuestro y tenemos un poquito más de experiencia”. Lleva dos décadas en España, tras dejar El Salvador, tiempo de sobra para constatar que “si no te implicas en hacer valer tus derechos, tus raíces, no vas a conseguir nada”.
Nines, de la Red Solidaria de Acogida y tantos otros espacios, se tomó con un poco de sorna que la fueran a entrevistar para un reportaje sobre activismo de señoras. “Ya voy para yayoflauta”, les comentó a sus compañeras. Pero no es la primera vez que habla de señoras en plan reivindicativo, ya lo hizo tiempo atrás, allá por los años 80, en el feminismo autónomo: “Nosotras, con 15, 16, 18 años, cresta en ristre y camiseta rota, nos declarábamos delante de todo el mundo unas señoras. Reivindicábamos ese papel porque, aunque teníamos una pinta de antiseñoras total, exigíamos respeto a nuestra estética y a nuestras formas”. Los años han pasado, reconoce, y esto de señora ya más que a respeto, suena un poco despectivo: “Vivimos en una sociedad en la que las canas no tienen ningún poderío, no cotizan en bolsa”. Nines lo compara con los países que conoce en África, donde lleva años colaborando con otras mujeres a través de su asociación Angata: “Allí las personas mayores, las mujeres mayores, son la universidad”. También, alerta, hay que saber diferenciar entre lo que es valorar la experiencia y lo que es “que aparezca un dinosaurio del activismo, y les calle la boca a todos”. En fin, resume: “No se puede ir con la experiencia como una apisonadora”.
Con una apisonadora no, pero con algunas cosas ya trabajadas sí que se llega a señora, piensa Nerea, alguien que lleva décadas viviendo en una especie de asamblea permanente, dice en broma. Aunque no está muy claro que ella sea una señora —más allá de que así la haya llamado algún infante o adolescente—, a ella lo de las señoras le gusta. Implicada en el movimiento ecologista desde chavala, en los últimos años ejerce otro tipo de activismo que la mantiene rodeada de mujeres de todas las edades: participa en Malvaloca, un coro bien feminista y cañero. También mujeres son las Feministas por el Clima, otra de sus militancias.
Rodeada de señoras, cuenta que ha revisado algunas de las prácticas que venían marcando su activismo en el pasado: recuerda las mil horas dedicadas a procesos internos, escucha, exigencias continuas de reconocimiento por parte de ciertos perfiles. Ahora, gracias a la propia experiencia y a compartir espacios con otras generaciones, le cuesta menos plantarse y decir: “Mira: estoy un poquito hasta el moño”.
Mujeres y servicios públicos
Cuando Mayte ya dejó de trabajar pudo entregar más tiempo al activismo. Venía de espacios feministas y, poco a poco, desde el barrio, fijaron como su frente principal la defensa de los servicios públicos, en una Comunidad de Madrid que los tiene históricamente bajo ataque. “Sobre todo a raíz de la pandemia, cuando ya se empezaron a cerrar los SUAP [servicios de urgencias de atención primaria], fue cuando ya nos centramos más en la sanidad”. La mayoría de estas defensoras de los derechos de todos son mujeres. “Aunque no nos guste y estamos intentando cambiarlo, las mujeres seguimos siendo las que nos ocupamos de los cuidados y de las tareas reproductivas. El desmantelamiento de los servicios públicos, sobre todo los sanitarios y los educativos, incluso los servicios sociales, nos afecta directamente, empeorando nuestras condiciones de vida porque nos obliga a reasumir trabajos de cuidados que en cierta medida estaban cubiertos”. Así es como la activista se explica el mayor compromiso femenino en estas luchas. O dicho de otro modo: “No es un planteamiento ideológico teórico, sino que nuestra vida cotidiana se ve directamente afectada por la privatización, desmantelamiento, y desinversión en los servicios públicos”.
Nos vamos a la educación. Olivia responde rápido a la pregunta sobre qué proporción de mujeres hay en el AFA. “Digamos que un 70%”. Habrá quien no considere activismo político a involucrarse en un AFA, “pero es una necesidad en el cole, tiene que haber ese referente para las familias, una comunidad que está allí para cubrir las necesidades sociales, o apoyar con el cuidado de los menores”. Por socialización o lo que sea, Olivia considera que, si bien los hombres son necesarios en los AFA, las mujeres están más implicadas y se organizan mejor. La agenda es común y clara: defender la escuela pública, llevar adelante acciones para que el alumnado no se achicharre de calor, o sostener alianzas con otras escuelas del barrio.
Vínculos y comunidad
De señoras está lleno también el movimiento de vivienda, a veces hasta suponen el 90% de quienes están en la asamblea, explica Laura, integrante de la PAH Usera. “Hay muchas mujeres solas defendiendo sus propias casas porque los hombres las abandonan, porque un hombre se puede ubicar en un hostal, en una habitación alquilada solo porque renuncia a la paternidad y al cuidado de su familia con más libertad que una mujer”. Además, considera esta activista que forma parte de la PAH de su barrio desde que en el 15M surgiese la primera asamblea junto a la Junta Municipal, a veces puede verse una forma distinta de participar según el género: “Los hombres hacen preguntas más técnicas, como qué dice tal decreto… buscan un profesional que les ayude. Las mujeres, en cambio, buscan redes de apoyo, gente que está como yo, y así aprendo cómo ellas lo están haciendo: eso es un caldo de cultivo de crear colectivo”. Y es que el colectivo es fundamental para tirar adelante, que una compa te acompañe a negociar con el casero, ayudarse mutuamente con los cuidados de niñas y niños: “Se crean redes de amistad, redes de apoyo a las que no quieres renunciar porque es tu familia, tu nueva familia activista”.
“Sabemos que, desde la izquierda, tampoco se ha superado el patriarcado. Pero sí que estamos intentando trabajar mucho el cuidado entre nosotras”
Generar esas redes también es fundamental para las activistas por la sanidad pública, explica por su parte Mayte, redes que permitan “no solo la resistencia y la lucha, sino también la resiliencia personal”. La perseverancia personal y colectiva puede sufrir cuando, después de ponerlo todo en el asador o “tras tres manifestaciones bastante multitudinarias”, esto no parece tener impacto en las urnas. “Esto es duro de llevar, ¿sabes? Te planteas mucho qué es lo que está pasando”. Y, al final, la conquista no acaba siendo tanto obtener este o aquel objetivo, sino mantener el esfuerzo mientras tanto. Un esfuerzo que precisa de tener en cuenta los cuidados. “Sabemos que, desde la izquierda, tampoco se ha superado el patriarcado. Pero sí que estamos intentando trabajar mucho el cuidado entre nosotras. Tenemos diferencias de criterio, tenemos diferencias de estrategia, pero intentamos no llegar a situaciones que se pueden ver muchas veces dentro de los grupos”.
Cuidar los vínculos y atesorarlos como materia prima de cualquier transformación política. “A mí eso me ha venido también bastante con la experiencia y con compartir espacio con otra generación”, explica Nerea, quien considera que en el coro se generan estas conexiones “muy duraderas y muy de aprender juntas. Es una escuela sobre cómo acompañarnos con el paso del tiempo”. Piensa que el aspecto intergeneracional del coro es fundamental: “Compartes espacios con edades tan diferentes y con personas que siguen teniendo muchas ganas de seguir haciendo cosas: me veo muchas veces reflejada”. Lo que emerge es un horizonte para el futuro, una red de apoyo mutuo, cotidiano, para “surfear nuestra realidad hasta cuando tengamos 80 años”.
“Yo me he planteado muchas veces mudarme, y empezar de cero”, explica Olivia. Pero no lo considera como una opción viable: “El AFA para nosotros es una comunidad. Saber que cuento con este apoyo tanto para mi familia como para mis necesidades es importante y creo que no soy la única que lo piensa”.
Una forma feminista de estar en las luchas
Más que un fenómeno de señoras, lo que subyace a estas miradas compartidas parece tener que ver ni más ni menos que con los feminismos. Así lo piensa Nines, que evoca su largo pulso contra el patriarcado, una batalla cuyo inicio se remonta a cuando empezaron a poner firmes a los punkis cuando intentaban liársela a ella y sus compañeras, que hacían puerta en los centros okupas, durante los conciertos. “A veces las letras eran machistas y horrorosas, entonces quitábamos los plomos y se acababa el concierto”, ríe Nines.
Con estos antecedentes, y muchos años después, se da cuenta de que las mujeres son mayoría en los colectivos de defensa de los derechos humanos, o a favor de las personas migrantes. “Yo creo que la capacidad de pensamiento colectivo, de pensar en común, y de los cuidados, es feminista, es femenino y es nuestro”, concluye. No en vano, la Red Solidaria de Acogida a la que pertenece se define, ante todo, como feminista, y después como antisistema.
A Mayte le da un poco de pudor señalar que, mientras las mujeres trabajan en relaciones un poco más personales, “a los hombres les gusta un poco más situarse como por encima. No sé. Igual me pegan los compañeros”, vacila. Pero también ofrece un ejemplo práctico: “Cuando hay que poner una mesa, cuando hay que ir a algún centro de salud a preguntar cómo está la situación, somos las mujeres las que primero nos ofrecemos”. En definitiva, gente que hace cosas. Como feministas “nos peleamos más por los medios de los que nos peleamos realmente. Cuando haces cosas, te encuentras feministas de casi todas las tendencias, sabes que estamos trabajando por lo mismo y esto es lo que no se suele ver o no se suele difundir”, aterriza.
En Usera, Laura también aterriza debates de los feminismos a la realidad de mujeres que sufren el patriarcado de tantas formas: lo sufren cuando intentan solucionar su situación por la vía institucional, buscan protección social, y acaban de todas formas desahuciadas y perdiendo la custodia de sus hijos. Lo sufren cuando se ven obligadas a elegir entre prostitución y ocupación, porque no hay otra forma realista de salir para adelante. “Y a veces, tienen que optar por ambas”. En este contexto “se dan dinámicas muy feministas, un ‘si nos tocan a una, nos tocan a todas’”, explica. A muchas les resulta más fácil batirse por las compañeras que por una misma. “Y es que si te han pisado siempre, el rol de víctima se aprende. Pero de madre coraje también. Entonces, pues nos hacemos de madre coraje unas a otras. Yo no sé cómo se llama esto, pero lo he visto infinidad de veces”.
“No sabes la satisfacción que aporta hacer barrio desde la escuela, no creo que nadie se quede con la sensación de derrotismo, ni que se le frenen las ganas de seguir luchando”
Victorias cotidianas contra el derrotismo
Pese a todo el sufrimiento que se padece en el movimiento de vivienda, todas estas mujeres cuya vida depende de mantener la lucha saben que no pueden hundirse, aunque muchas veces se agotan, somatizan. Para muchas de ellas, considera Laura, frente al abandono institucional que les aboca a la exclusión, la ocupación es la mejor de las soluciones. “Desde afuera la gente dice que por qué eligen ocupar en lugar de un alquiler, una hipoteca, y les dices, bueno, es que esa comparativa es una fantasía”. A esa mirada le falta realidad y le falta calle, “las opciones reales son: o te vas con un señor a cambio de las prácticas que él quiera, algo que pasa a menudo en el caso de mujeres con hijos, o alquilas una habitación donde vives con tus dos hijos. Pero también te pueden desahuciar en cualquier momento, tus hijos no tienen dónde hacer los deberes…. Entonces estás mejor en una vivienda ocupada”, afirma esta activista, quien considera que estas “mamás okupas”, aunque sufran del estigma, aunque no sean conscientes de la irregularidad de su situación muchas veces, lo que hacen ocupando “es una reivindicación política”. Ganan un pulso a la derrota que el sistema les impone.
A menudo las señoras activistas no ganan, pero tampoco pierden: la victoria es la propia comunidad. “No sabes la satisfacción que aporta hacer barrio desde la escuela –explica Olivia–, no creo que nadie se quede con la sensación de derrotismo, ni que se le frenen las ganas de seguir luchando”. Hacer barrio implica desbordar los límites de la escuela, creando por ejemplo un grupo de consumo en alianza con los pequeños productores cercanos y abierto a quien quiera. “Creo que ya no solamente somos un grupo de padres y madres que se reúnen, hay ya muchas amistades consolidadas con el tiempo, gente con la que sabes que puedes contar. Entre todos hacemos del barrio un lugar mejor donde vivir”. A esto Olivia añade otra conquista, hijas e hijos que aprenden algo más que lo que entra en el currículum escolar: que ven a sus familias organizarse juntas. “Siento que es una manera de prepararles a ellos para un futuro activista”, comparte.
A Nerea también le apetecen otras formas de lucha menos agónicas que, por ejemplo, la de la emergencia climática, bromea. “Me interesa más ese activismo más cotidiano de estar sosteniendo lo que pasa a tu alrededor y que realmente es lo que genera cambios, me parece más transformador”. De la experiencia y su paso por el coro Malvaloca agradece el poder estar en espacios más alegres: “Saber que se pueden hacer cosas con más gente con muy poca organización, poca estructura. Si sentimos que queremos ir a cantar a algún sitio, pues ahí que vamos: nos dicen que estamos en todos los fregaos. Hacemos todo a lo que le vemos sentido. Todo es fácil, y lo hacemos todo con muchísima alegría”.
Si Mayte se pone a hacer recuento de las cosas que el movimiento por la sanidad pública no ha logrado, no acaba nunca. Pero ella parte de una hipótesis que no le permite soltar: “El día que nos demos por vencidos se habrán perdido todos los servicios públicos. Si algo se mantiene es porque te afecta personalmente, si no te afecta personalmente, es difícil mantener una lucha muy continuada”.
Perseverar es pues la única opción, continuar en esta lucha de resistencia, pero eso no es óbice para innovar, razona la activista. “Yo estoy planteando en los grupos que participo que a lo mejor tenemos que pasar a acciones más directas, pues parece que las manifestaciones, las concentraciones, no tienen un efecto visible”.
“¿Una guerrilla de señoras?”, se le pregunta. Y sonríe: “Formas de acción no violenta, por supuesto, pero sí algo más presente, más impactante”.
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