/ Gaby Vargas /
Hay pocos momentos en la vida en que suspendemos la respiración por segundos al mismo tiempo que la piel se eriza o, como decimos de manera coloquial, “se pone chinita”. La causa puede ser una emoción fuerte –positiva o negativa– difícil de poner en palabras, pero que el cuerpo expresa de esta manera. Cuando es positiva, podría decirse que sucede por alquimia pura, una transformación física, química y sensorial.
El domingo en la tarde en compañía de unos amigos, acudí a un concierto hermoso, diferente, original y magistralmente dirigido por Alondra de la Parra, en el Auditorio Nacional. No conocía a los artistas que cantaban, canciones mexicanas, con arreglos de un australiano, acompañadas por la gran Orquesta Sinfónica de Minería e interpretadas por los españoles Buika, Pitingo y la conocida Eugenia León. La combinación resultó un regalo para el alma.
A medio concierto hubo un momento en que las ocho mil personas experimentamos alquimia pura, al ponernos de pie para aplaudir efusivamente la interpretación de Buika. Nos levantamos como si de obedecer una orden se tratara. Como si su voz rasposa y profunda se transmutara en un hilo de plata que conectaba el corazón de todos, para formar un tejido humano que nos hacía sentir vivos y vibrar con ella.
A veces nos fusionamos con la música por el ritmo, la letra, la melodía o la expresión del artista. En esta ocasión, el vínculo fue gracias a su interpretación, y el lugar desde donde ella cantaba. A través de su voz podíamos sentir la intensidad de la vida, pues no salía de la garganta ni de la mente, sino de un sitio muy profundo que todos conocemos, donde nos reconocemos a nosotros mismos como seres y como unidad.
Dicha alquimia se logra no sólo con una voz tan privilegiada como la de esta artista y la compañía de una gran orquesta y directora. En otras ocasiones he sentido que suspendo la respiración al mismo tiempo que la piel se eriza, como aquella tarde de mayo en la ciudad de Rochester, Minnesota, en la que atravesaba en bicicleta un pequeño bosque y de pronto escuché el concierto de miles, no exagero, ranas o sapos –nunca supe qué eran. Cantaban con un entusiasmo contagioso al sentir los rayos del sol que las avivaba y, al mismo tiempo, calentaban la tierra que comenzaba a asomar sus tonos cafés, tras ocho meses de hibernar y de estar cubierta por gruesas capas de hielo y nieve.
Era otro tipo de hilado. Algo tenía ese canto abrumador y mágico que provocó que al escucharlo de inmediato detuviera la bicicleta, también como si de obedecer una orden superior se tratara. ¿Se debió a la alquimia, al silencio del entorno, al consuelo que ese croar me daba?
La naturaleza me devolvía de una extraña manera la grata sensación de estar viva, vibrar y agradecer, a pesar de las circunstancias en que nos encontrábamos durante esos días. Momentos que la vida te regala para exhalar y aspirar fuerzas para regresar al hospital o al reto que enfrentemos en el momento. Acudir a diario a ese bosque me sostenía y me llenaba de esperanza, como si el bosque, los sapos o ranas comprendieran y me abrazaran.
No estamos solos, somos parte de algo mucho más grande. Me doy cuenta de que la familia, los amigos, estar en contacto con la naturaleza, así como con el talento humano como el de los artistas de aquella tarde de domingo, crean ese hilado de plata, esa conexión con la representación del misterio, con aquello que nos regresa a casa, que nos permite sobrevivir, nos devuelve la serenidad y la pasión por estar vivos dentro del agobio. Alquimia pura.