/ Carlos Loret de Mola /
El más reciente desplante autoritario del presidente de México, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), es convocar a una manifestación en contra de sus propios ciudadanos.
En la incipiente democracia mexicana no hay registro de algo similar. Hay que remontarse más de 50 años, en la era del Partido Revolucionario Institucional —como partido de Estado— para encontrar una referencia cercana: el entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz, repudiado por la masacre de estudiantes del 2 de octubre de 1968, convocó a una manifestación de “desagravio” a la bandera nacional después de que el movimiento estudiantil izó en su lugar una rojinegra de huelga en el Zócalo, la plaza central de la capital mexicana. De ese tamaño es el retroceso del reloj democrático al que AMLO quiere someter al país.
Todo comenzó porque el presidente presentó al Congreso una iniciativa de reformas a la Constitución para ganar control sobre las autoridades electorales. Ante esta amenaza a la democracia, organizaciones de la sociedad civil convocaron a una marcha de protesta a la que se sumaron partidos políticos de oposición.
Desde que se anunció la manifestación, AMLO dio muestras de que no la estaba procesando bien. La idea de que un grupo que no fuera suyo tomara las calles le generaba una especie de indigestión política.
Desde días antes de que se efectuara, la marcha se volvió el tema central en la conversación pública del país. El presidente contribuyó en gran medida a eso. De entrada, porque insultó a los convocantes de la marcha y a quienes planearan asistir. Y luego porque los retó a que llenaran el Zócalo (la marcha no tenía esa ruta), como él lo ha hecho tantas veces.
A todas luces, AMLO no esperaba que la marcha fuera lo que fue: según los organizadores, cientos de miles marcharon en distintas ciudades del país. Las cifras del gobierno señalaron decenas de miles. En los cuatro años que lleva este gobierno no se había registrado una protesta tan nutrida. Los ciudadanos fueron a darle pelea en su terreno y le ganaron: perdió el monopolio de la protesta y su supuesta condición de dueño de la calle, que se había abrogado durante dos décadas de ser el opositor más eficaz a tres presidentes de México.
No fue lo único que perdió: los partidos de oposición se mostraron unidos y anunciaron su rechazo a la pretendida reforma electoral. Morena, el partido de AMLO, no tiene los legisladores suficientes para aprobarla y el presidente lo tuvo que admitir.
Pero ya había perdido también algo más valioso y estratégico: el control de la agenda nacional. Para un gobierno que depende tanto de la palabra, que tiene como único logro haber dominado la narrativa, perderla es quedarse sin nada. “Ya me voy, ya me enojé”, dijo cerrando abruptamente su conferencia de prensa tres días después de la manifestación.
La marcha dejó claro que hay un músculo social y político capaz de enfrentar al presidente. Entre los inconformes y quienes se sienten agraviados por el régimen se contagió la sensación de que no todo estaba dicho en la sucesión presidencial que vendrá en 2024. Y que, a pesar de que las encuestas favorecen ampliamente al partido en el poder, hay tierra fértil para sembrar un movimiento que pueda rendir frutos.
Todo esto dejó a AMLO no solo con una derrota política sino con un duro golpe al ego, tan definitorio en las actuaciones de los políticos populistas como él: escaló los insultos a los asistentes y, en un arranque infantil, decidió convocar a una marcha en apoyo de sí mismo para el 27 de noviembre. Parece que la megamarcha contra su reforme electoral fue una afrenta inaceptable: estás conmigo o contra mí. En su gobierno no caben el disenso legítimo ni la divergencia natural. Así que lo que corresponde es un contraataque a la mitad del país que no está de acuerdo con él, pero al que está obligado no solo a respetar sino a servir porque así lo juró el día que tomó posesión.
A lo largo de esta administración, los mexicanos hemos aprendido a convivir con sus absurdos, a trivializar sus excesos, a hacer chistes de sus exabruptos y normalizar sus abusos de poder. Pero marchar contra sus propios ciudadanos debe marcar un antes y un después. Es inaudito e inaugura un nuevo nivel de intolerancia y desnuda su concepción facciosa del ejercicio del poder. El lema de campaña electoral de AMLO fue “Juntos haremos historia” y la está haciendo: es el único presidente en 50 años que protesta contra sus ciudadanos.
Del estratega político sofisticado que fue el presidente hoy queda un adolescente de la política que parece tropezarse con piedras que ya estuvieron en su camino. ¿Qué fue lo que hizo que AMLO arrasara en la elección presidencial de 2018? ¿Por qué su tercer intento fue el exitoso? Porque a diferencia de los dos primeros, decidió hablarle a la clase media y mostrarse amigable con los sectores más ricos de la sociedad. Después de que le dieron su voto, se ha dedicado cuatro años a humillarlos y criminalizarlos.
Ha insultado a todo aquel que quiere a una vida mejor (“aspiracionistas”, les dice con desdén). Se ha distanciado de empresarios, intelectuales y periodistas afines, integrantes del mundo de la cultura que hicieron campaña por él, ambientalistas y defensores de derechos humanos que apoyaron su proyecto. Ha ido sistemáticamente cortando lazos porque no admite la menor de las críticas.
Hoy, mientras se arremanga la camisa para convertirse en el coordinador de la campaña de su posible sucesor o sucesora desde Morena, AMLO está repitiendo los errores que lo alejaron de la presidencia en 2006 y 2012. Está mostrando otra vez, sin pudor, que lo único que le importa —además de su imagen— es asegurarse de mantener el poder y no de resolver las grandes crisis del país. No ve el ser presidente como la responsabilidad de resolver los problemas, sino como una herramienta para aplastar cualquier disidencia y estar —como criticaba él mismo en su faceta de opositor— en el poder solo por el poder.
Pero mal haría la oposición en envalentonarse por esta mala racha obradorista: ganar la calle no es ganar las urnas, y ganar la batalla del domingo 13 no es ganar la guerra de 2024.