Antonio Cisneros, poeta /2

Sin tacto

Por Sergio González Levet

Ya hace unas semanas puse unos poemas de este poeta para olvidar (para olvidar nosotros nuestras penas de la pandemia, no para olvidar al poeta), nacido en Lima, Perú, en 1942, y muerto hace ocho octubres de tanto fumar, lo que le provocó un cáncer de pulmón que se lo llevó a la tumba como a George Harrison, el beatle místico y profundo.
Perdonarán que ponga otra vez a un autor que ni veracruzano es, pero la calidad de su obra nos da la licencia (¿poética?) para que nos perdamos leyéndolo con ganas de perdernos de las inseguridades de la pandemia mayor, la del coronavirus, que debería irse a Chihuahua a un baile.
Es chistoso que Antonio Cisneros (nada que ver con el secretario Eric L. Cisneros) estudió en escuelas, colegios y universidades católicas y terminó, como muchos, ateo y comunista. Pero ése es otro cuento.
Por lo pronto, ahí se los dejo. Ojalá que les alegre el rato.

Réquiem (2)

i.m. Hans Stephan

No el muro lateral ni el cielo blanco,
los gorgojos al fondo
y la ruda tan densa. No al final
de todas las visiones.
No el gajo de limón en los pantanos
o el tufo del carburo.
No el fofo bamboleo del mosquito
donde empieza la selva
y la gran confusión.
Más bien el rostro amado,
esos poros pequeños, piel de playa
y brillos de salmuera en el poniente.
Un aire muy ligero, sin frituras,
la cama bien tendida,
las rodillas holgadas,
la manta leve y fresca.
Las uñas cortas de la mano amada
sobre el lomo en pavor de los rebaños.
Kyrie eleison
Christie eleison
Kyrie eleison.
Un ciervo azul y calmo como el hielo
sea certeza de la resurrección.

Taberna

En las tinieblas los cuerpos envejecen
sin que nadie repare en el escándalo.

Un rostro amable y terso se confunde
con los belfos que van hacia la muerte.

Por eso somos hijos de la noche
a la puerta del templo. Un lamparín

es también el anuncio de reposo
para los cazadores extenuados.

Una taberna, por ejemplo, es en la noche
el frontispicio de las maravillas.

O al menos una luz en las colinas
donde rondan los perros salvajes.

Nadie teme a la muerte adormecido
en su mesa de palo y sin embargo

entre los altos vasos apacibles
se enfría el corazón con la insolencia

(y el encanto tal vez) de un tigre adulto
en la plaza del pueblo a pleno día.

Ninguna confidencia en verdad nos degüella.
Ni la risa recuerda a un jabalí

de pelambre dorada y fino precio.
El páncreas es un campo de ciruelas.

Los diablos apagan la linterna.
Aguardan (como suelen) donde cesa la luz.

sglevet@gmail.com