Arte y descuido…

  • CON SINGULAR ALEGRÍA .

/ Por Gilda Montaño Humphrey /

“El arte fotográfico no conoce fronteras, ni tiene pasaportes, ni necesita visas”, dijo Graciela Iturbide, mexicana de cepa, en el Teatro Campoamor, en Oviedo, España, al recibir el Premio Princesa de Asturias, en la categoría de las Artes y las Concordias, en donde la hija del Rey de España se lució.

Dentro de la cantidad desmedida de notas verdaderamente terribles que tiene mi país, de la asombrosa vertida de corriente de lodo y anegación de pequeños lugares, o grandes, que se han hecho en cuatro estados hermosos de la República Mexicana, y de la estúpida celebración de la Cámara de Diputados, que sin ninguna sensatez ni sentimiento, se pusieron a bailar La Boa, con todo y la Sonora Santanera, en lugar de esa canción para niños: Soy una serpiente, que anda por el bosque, buscando un pedazo de su cola…, –que les hubiera quedado mejor–, veo una nota verdaderamente maravillosa: una mujer mexicana y Tlaloc, con todo y su Museo Nacional de Antropología e Historia, ganaron para México y los mexicanos, un gran reconocimiento.

Cómo me da alegría que todas las primeras páginas de todos los periódicos nacionales y algunos internacionales saquen una fotografía de la siempre llena de amor de Graciela Iturbide, que aún a sus más de 80 años juegue con la vida y la agradezca siempre, en cada una de sus tomas preciosas y con un significado importante: valorar a los indígenas de su país maravilloso: México.

El Museo Nacional de Antropología e Historia que creó alguna vez el prestigiadísimo, sensible y señorial arquitecto don Pedro Ramírez Vázquez, hacedor también de la monumental Villa de Guadalupe.

Cuando usted va al Museo, o se encuentra una fotografía de Graciela, se llena de orgullo. El Museo, está catalogado como uno de los mejores del Mundo.

Primero lo recibe Tláloc, monolito de origen náhuatl, piedra de los tecomates o jícaras, escondida por los coatllinchenses, de 168 toneladas y 7 metros de altura, –del que alguna vez contaré lo difícil que fue trasladarlo—desde San Miguel Coatlinchán, municipio de Texcoco, Estado de México.

Luego, esa fuente, que está sustentada en una colosal columna de donde emana agua fresca, y luego ríos de agua viva, que vuelven una y mil veces a resonar y refrescar el ambiente de todos los que allí se encuentran, y del México nuevo y no tan nuevo: éste se hizo en 1966.

La página del Museo dice: En los primeros años del México independiente, cuando el país debatía entre liberales y conservadores, fue necesaria la creación de la construcción de una identidad común en la que el pasado prehispánico tuviera cabida. Fue así que en 1822 Lucas Alamán solicitó al entonces emperador Agustín de Iturbide establecer un Conservatorio de Antigüedades y un gabinete de Historia Natural en los salones de la Real y Pontificia Universidad de México.

Ambos se conjuntaron y para 1825, se convirtieron en el Museo Nacional Mexicano, cuyo primer conservador fue el presbítero Isidro Ignacio de Icaza.

Puede considerarse a este recinto como el primer museo de México, establecido para “reunir y conservar cuanto pudiera dar el más exacto conocimiento del país, de sus orígenes y de los progresos de la ciencia y de las artes”.

Y así la historia, que es bien larga. Maximiliano de Habsburgo en 1865 le dio el espacio de lo que ahora es el Museo Nacional de las Culturas; Vino la revolución juarista cuando finalmente el Museo Nacional de México abrió sus puertas a la primera exhibición de arqueología e historia del país.

En los últimos años del siglo XIX, Porfirio Díaz mostró un interés personal por la arqueología, que se reflejó en la selección del pasado prehispánico como instrumento político dedicado a fomentar el nacionalismo. El 16 de septiembre de 1887, se inauguró en el Museo el Salón de Monolitos., en donde las esculturas de gran formato que habían permanecido en el patio, y las que se sumaron como la Piedra del Sol, o la Chalchitlicue, –que era la deidad de los ríos, lagos, arroyos y mares,–  fueron trasladadas: una desde la Catedral, otra desde Teotihuacan.

Así, casi desde su creación, tenía como función un centro educativo que que mediante conferencias, cursos sobre historia, etnología, antropología y lenguas indígenas y geografía general se sumaron.

Así, en 1911 Justo Sierra funda la escuela Internacional de Arqueología y Etnología Americanas, en convenio con las universidades de Columbia, Harvard y Pensilvania. Y así largos momentos de la historia.

Lázaro Cárdenas decidió que el Castillo de Chapultepec se convirtiera en el Museo Nacional de Historia, lo que hizo que todas las piezas posteriores a la época colonial se mudaran a ese espacio.

Hoy en día, el Museo Nacional de Antropología e

CON SINGULAR ALEGRÍA

Por Gilda Montaño Humphrey

26 de octubre 2025.

 

Arte y descuido…

 

“El arte fotográfico no conoce fronteras, ni tiene pasaportes, ni necesita visas”, dijo Graciela Iturbide, mexicana de cepa, en el Teatro Campoamor, en Oviedo, España, al recibir el Premio Princesa de Asturias, en la categoría de las Artes y las Concordias, en donde la hija del Rey de España se lució.

Dentro de la cantidad desmedida de notas verdaderamente terribles que tiene mi país, de la asombrosa vertida de corriente de lodo y anegación de pequeños lugares, o grandes, que se han hecho en cuatro estados hermosos de la República Mexicana, y de la estúpida celebración de la Cámara de Diputados, que sin ninguna sensatez ni sentimiento, se pusieron a bailar La Boa, con todo y la Sonora Santanera, en lugar de esa canción para niños: Soy una serpiente, que anda por el bosque, buscando un pedazo de su cola…, –que les hubiera quedado mejor–, veo una nota verdaderamente maravillosa: una mujer mexicana y Tlaloc, con todo y su Museo Nacional de Antropología e Historia, ganaron para México y los mexicanos, un gran reconocimiento.

Cómo me da alegría que todas las primeras páginas de todos los periódicos nacionales y algunos internacionales saquen una fotografía de la siempre llena de amor de Graciela Iturbide, que aún a sus más de 80 años juegue con la vida y la agradezca siempre, en cada una de sus tomas preciosas y con un significado importante: valorar a los indígenas de su país maravilloso: México.

El Museo Nacional de Antropología e Historia que creó alguna vez el prestigiadísimo, sensible y señorial arquitecto don Pedro Ramírez Vázquez, hacedor también de la monumental Villa de Guadalupe.

Cuando usted va al Museo, o se encuentra una fotografía de Graciela, se llena de orgullo. El Museo, está catalogado como uno de los mejores del Mundo.

Primero lo recibe Tláloc, monolito de origen náhuatl, piedra de los tecomates o jícaras, escondida por los coatllinchenses, de 168 toneladas y 7 metros de altura, –del que alguna vez contaré lo difícil que fue trasladarlo—desde San Miguel Coatlinchán, municipio de Texcoco, Estado de México.

Luego, esa fuente, que está sustentada en una colosal columna de donde emana agua fresca, y luego ríos de agua viva, que vuelven una y mil veces a resonar y refrescar el ambiente de todos los que allí se encuentran, y del México nuevo y no tan nuevo: éste se hizo en 1966.

La página del Museo dice: En los primeros años del México independiente, cuando el país debatía entre liberales y conservadores, fue necesaria la creación de la construcción de una identidad común en la que el pasado prehispánico tuviera cabida. Fue así que en 1822 Lucas Alamán solicitó al entonces emperador Agustín de Iturbide establecer un Conservatorio de Antigüedades y un gabinete de Historia Natural en los salones de la Real y Pontificia Universidad de México.

Ambos se conjuntaron y para 1825, se convirtieron en el Museo Nacional Mexicano, cuyo primer conservador fue el presbítero Isidro Ignacio de Icaza.

Puede considerarse a este recinto como el primer museo de México, establecido para “reunir y conservar cuanto pudiera dar el más exacto conocimiento del país, de sus orígenes y de los progresos de la ciencia y de las artes”.

Y así la historia, que es bien larga. Maximiliano de Habsburgo en 1865 le dio el espacio de lo que ahora es el Museo Nacional de las Culturas; Vino la revolución juarista cuando finalmente el Museo Nacional de México abrió sus puertas a la primera exhibición de arqueología e historia del país.

En los últimos años del siglo XIX, Porfirio Díaz mostró un interés personal por la arqueología, que se reflejó en la selección del pasado prehispánico como instrumento político dedicado a fomentar el nacionalismo. El 16 de septiembre de 1887, se inauguró en el Museo el Salón de Monolitos., en donde las esculturas de gran formato que habían permanecido en el patio, y las que se sumaron como la Piedra del Sol, o la Chalchitlicue, –que era la deidad de los ríos, lagos, arroyos y mares,–  fueron trasladadas: una desde la Catedral, otra desde Teotihuacan.

Así, casi desde su creación, tenía como función un centro educativo que que mediante conferencias, cursos sobre historia, etnología, antropología y lenguas indígenas y geografía general se sumaron.

Así, en 1911 Justo Sierra funda la escuela Internacional de Arqueología y Etnología Americanas, en convenio con las universidades de Columbia, Harvard y Pensilvania. Y así largos momentos de la historia.

Lázaro Cárdenas decidió que el Castillo de Chapultepec se convirtiera en el Museo Nacional de Historia, lo que hizo que todas las piezas posteriores a la época colonial se mudaran a ese espacio.

Hoy en día, el Museo Nacional de Antropología es reconocido como uno de los espacios museísticos más emblemáticos para la salvaguardia del legado indígena de México.

Ellos todos, más Graciela Iturbide, más don Pedro Ramírez Vázquez, trabajaron mucho para que las generaciones que estuvieron desde que este se instalara en el lugar más bello de Paseo de la Reforma, al que le abre sus puertas el monumental Tláloc, encontraran las raíces culturales de este México que resiste y resiste.

Y que ese pedazo de Boa que osaron bailar los diputados, nunca se encuentre en su camino.

[email protected]

 

s reconocido como uno de los espacios museísticos más emblemáticos para la salvaguardia del legado indígena de México.

Ellos todos, más Graciela Iturbide, más don Pedro Ramírez Vázquez, trabajaron mucho para que las generaciones que estuvieron desde que este se instalara en el lugar más bello de Paseo de la Reforma, al que le abre sus puertas el monumental Tláloc, encontraran las raíces culturales de este México que resiste y resiste.

Y que ese pedazo de Boa que osaron bailar los diputados, nunca se encuentre en su camino.

[email protected]